Es de noche, meto la mano en
el bolsillo chico de mi mochila y saco un bolígrafo y un lápiz. La luz de la
farola nos ilumina, nuestra sombra en el suelo es una escarcha deforme. En mi
análisis profundo acerca de estos dos objetos encuentro un fuerte paralelismo
con la vida. A muchos les parecerá insustancial, me da igual, pues me divierte
y a la vez me sorprende, reencontrarme con la rima.
Boli o lápiz. ¡Oh, qué dilema!
Uno es permanente, y el otro puede borrarse de un soplido.
El tacto es diferente: frío el boli, la madera caliente. Si
muerdes un boli, puedes quebrarte el esmalte; en el lápiz –si quieres, de forma
imperecedera– puedes dejar la huella de tus dientes.
Yo no aguanto tanto tiempo sentado, ni de pie: estoy mejor
tumbado boca arriba: ¡ay, amigo, así un boli no escribe, lo sé de buena tinta!
El boli traidor acaba de repente, de golpe claudica. En
cambio, elegantemente, el lápiz su muerte te anticipa; no obstante, hijo de
punta el mal sacapuntas.
Mi imparcialidad es notoria: soy pro-lápiz. Os prometo que
yo no sabía nada.
Conclusión final: un buen boli es mejor que un mal lápiz, y
un buen lápiz es mejor que un mal boli, mil veces.