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Note

miércoles, 10 de febrero de 2016

AZAR-White light, white heat

Se proclamó la independencia. Ciutat Vella reventaba de senyeras y confeti bicolor. En la calle princesa un chaval gritaba rodeado ¡¡Cartagena planeta!! ¡¡Viva Cartagena, cabrones!! Respondía así al cántico "espanyol el que no voti". Se bajó los pantalones y en la confusión, un motorista subnormal atropellaba a un gato sin inmutarse. Del enjambre surgió un cachorro blanco, sangrante y huérfano. Pensé en el azar de la muerte repentina, ¿quién cree que se libra por cada una, de esa suerte? Nadie dirá las palabras que no han de ser dichas. La muerte amenaza a la vida como la vida sobre lo muerto ya. Ir y venir, todo es tragedia. Impávido lo cogí y nos fuimos a casa. Lo examiné con sumo cariño. La sutura fue perfecta. Después lo lavé con agua tibia, me tumbé en la cama, lo apoyé en mi pecho, su cabecita desproporcionada temblaba y se sostenía con dificultad. Miré sus ojos azul glacial, inversamente cálidos respecto del mundo.   


THA

lunes, 1 de febrero de 2016

UN GIRO INEVITABLE. EL MONSTRUO FINAL

–Oiga, escuche atentamente, hemos terminado ya, se ha acabado –dije tranquilo–, hay otros pacientes que tengo que atender, entiéndalo.
Pero yo no quería atender a nadie más, eran unos pelmas, unos cabrones cansa-almas. Quería salir de ese cubículo blanco que huele a muela picada, quería irme muy lejos: ir al muelle y subir al yate de un ricachón australiano al que dejaríamos en tierra su mujer maciza y yo. Dios, ¡¡qué pérdida de tiempo Antonio, me repetía a mí mismo!!
Mi tocayo padre, a mi edad, se paseaba por Málaga con un alfa romeo rojo descapotable y las mujeres le caían del cielo, “era un proceso justo”, me ha dicho alguna vez, “algo que debía pasar”. Conoció a García Pelayo, ganaba millones de pesetas en la ruleta. Dinero, el sudor de un culo orondo en los asientos de cuero beis, un puro de los caros entre los dientes y problemones.
–Eh, Eh Doctor, ¿me ha dado las recetas? No las encuentro.
Sabía que me quejaba de vicio. Yo era joven, más guapo que él, tengo todas las chicas que quiero pero, sucedía algo extraño, algo sucedía, había una cierta discordancia: él tenía una cabellera negra poderosa y a mí me clareaba el asunto, le llamaban Tony y a mí, Antonio.
El yate y la maciza, el yate y la maciza, el yate y la maciza... No podía parar de pensarlo.
Sé perfectamente que los pacientes no venían por conocer el estado de su salud. Venían por la mía, si, eran zombies hambrientos que venían por mi jugoso cerebro…
–Llevo esperando 2 horas y no me ha aclarado nada –dijo la señora arrugando la receta– ¿Cuál es el antibiótico? ¿Qué pasa si no me lo tomo? No me gustan los químicos. –Giró la muñeca artrósica e hizo sonar las mil pulseras que llevaba.
–De algo hay que morir señora –dije sin energía–, ya le he explicado que tiene una neumonía. No tomarlo puede acarrear, puede sucederle que…Espere.
Me levanté del asiento. Abrí la puerta y mil zombies de ojos mióticos se abalanzaron sobre mi jugoso cerebro. Hice un ademán dejando claro que todavía no les tocaba. Fui a beber agua. No me salían las palabras, no se trataba de que mi oratoria fuese horrible o pobre en vocabulario, es que no me interesaba en absoluto bregar más, era terriblemente aburrido. A mi paso escuché cómo rezaban las oraciones zombies. Un cuchicheo que interpreté como: << ¡Jah! ¿Cómo se atreve a hacer un descanso, cómo se atreve? Tenemos hambre, tenemos hambre>>. Llevaba 5 horas escuchando síntomas surrealistas e historias inverosímiles; pensé en las 5 horas y tuve retortijones así que después de beber agua fui al wc. 15 minutos más tarde entré en el cubículo, la paciente no estaba. Antes de cerrar la puerta fui abucheado por el público de forma unánime. Pedían mi cabeza, habían pagado la entrada, habían pagado sus impuestos, era justo. Pobres almas doloridas, in-atendidas, a punto de la destrucción total.
Quedaban 2 pacientes: el hipocondríaco de CI bajo y el histriónico-sádico. El primero fue pan comido, un electrocardiograma curativo y listo. El paciente volvería en el caso de que apareciesen ciertos síntomas, pero sé que era probable que de la consulta fuera al hospital a causa de un nuevo ataque de muerte inminente, de probable pronóstico infausto. El histriónico- sádico era un filipino idiota de 23 años que consultaba por enésima vez un dolor abdominal que jamás había presentado, además de su eternizada uretritis. A su juicio tenía cáncer de estómago y aunque le habíamos pasado en dos ocasiones los tubos por el esófago continuaba intranquilo y quería que le hiciésemos más pruebas, rogaba encarnizamiento extremo. Se dejaría cortar por la mitad. La conversación era un callejón sin salida:
– ¿Seguro que no hay algún tipo de cáncer que no pueda ser objetivado por la endoscopia? –Dijo compungido el filipino.
–Quítate los cascos para hablar, por favor –respondí como su puñetero padre.
– ¿Crees que puede ser perjudicial estar escuchando música todo el día? –Añadió a la primera pregunta.
–En tu caso resulta perjudicial –dije–, es reggaetón, ¿verdad?
Se levantó cabreado y dio un semiportazo. Yo hice lo mismo. Después me dirigí al servicio de urgencias de atención primaria. Esa tarde doblaba turno. Doblaba turno tres días por semana. Los residentes somos mano de obra barata. Antes de cruzar por la puerta del centro de salud, una vocecilla del mostrador me dijo:
–Antonio, antes de marcharte debes saber que la paciente ha puesto una reclamación. Dice que le has dicho que de algo tenía que morir. –Se llevó la mano a la barba y añadió–. ¿Es cierto eso?
Joder con la vieja, se ponía digna. Claro que se lo había dicho, ¿y qué? ¡Qué piel más fina! Ella podía llamarme nene, resoplar como un búfalo y despotricar hacia mi persona delante del resto de pacientes en la sala de espera mientras “espera” y yo no podía decirle que se iba a morir si no se tomaba las pastillas. Al infierno ella, la reclamación y el capullo administrativo que me mira con cara de asco.
Me cepillé los dientes, mis dientes son perfectos joder. Me eché agua a la cara. Me clarea la azotea, a veces la veo brillar como el lomo de un sargo real. Era un buen negocio pensé, plantar mata, mata de la buena, pasta de la buena. La gente vive a la deriva, a la ley de la inercia; la rotación, la gravedad, ya sabes a lo que me refiero. Creo que por eso estamos todos tan cansados. Nadie tendría huevos a dejarlo todo y ponerse a implantar pelo, y menos los de mi calaña. No conocía a muchos médicos con dos buenas pelotas, quizá el camino para ser médico era largo y lleno de sacrificios como para abandonarlo de buenas a primeras. Pero yo sí. Lo haré. Es una buena idea.
Subí por vía Laietana (a las 10 de la mañana es la calle más impresionante de Barcelona, si la miras en dirección al mar, claro, hacia la montaña no es nada... Pero a las 10 de la mañana el sol es joven, equidista entre los edificios y golpea cada rincón por donde los vampiros de la ciudad vagaron hace pocas horas; ahora duermen boca abajo con las arterias palpitantes a punto de reventar), llegué a la boca de metro Urquinaona. Entré en el vagón y detrás de mí un mendigo. Comenzó a vociferar que tenía hijos y que más vergüenza le daba negarles un trozo de pan que pedir limosna. Le grité que se callara, se sorprendió, me maldijo y continuó con la diatriba un vagón más allá. Puto mentiroso, tenía mucha barriga y no era barriga de negrito somalí, eran lorzas, tocino en abundancia. ¡Que repartiera mejor la comida en casa! Esa era su primera verdad; era un tragón de giba negra. Y la segunda: era un guarro, apestaba a sobaco de mil demonios, era como vinagre mezclado con manteca podrida. Le hubiera metido un puñetazo por gritarme al oído pero me daba asco, tenía esas boqueras rellenas de secreción blanquecina. Yo estaba muy cabreado, pensaba que había venido a este mundo a servir a idiotas incompetentes y a sufrir como un gilipollas. Nunca surcaré los mares con ninguna adúltera potente. En el mar de mis reflexiones escuché a un niño decir: “si hubiera estudiado no habría acabado así”. Otro subnormal, pensé. La situación era grave. Me considero un tipo optimista pero también tengo días malos en los que la humanidad me parece insalvable. Un niño gilipollas es siempre una señal de alarma. Que venga una ola y nos trague a todos, por favor.
Algo tenía que hacer, miraba a los calvos con ansiedad, quería darles una tarjeta donde pusiera: Doctor Montesinos, Implantólogo capilar. Germinaba la idea fuerte en mi cabeza y comencé a buscar masters, cursos, etc.
Llegué al CUAP y en el área de trabajo estaban todos alrededor de una doctora que explicaba:
–Entonces llamamos a una ambulancia para derivarla al hospital de referencia pero ya era tarde. Parada cardio-respiratoria y al camposanto –decía dando palmadas en su muslo–, 70 minutos de resucitación y nada. –Una muerte penosa –dijo otro.
Resulta que el otro día llegó una chica de 20 años acompañada de su pareja. Estaba agitada, había ingerido un producto que le estaba provocando alucinaciones y palpitaciones: Piedra China. Por lo visto se metió unas cuantas en la boca. Es un producto que puede adquirir cualquiera por internet, también llamado piedra jamaiquina. Sirve para retrasar la eyaculación; se frota la piedra sobre el glande y lo insensibiliza. La chica introdujo unas cuantas piedras en su boca pensando que disfrutarían de una felación de campeonato. La palmó.
–Qué muerte más patética, Dios –rematé.
De repente todo el centro de urgencias se estremeció. Las paredes se arrugaron como papel cebolla, el suelo ondulaba. Yo dije: “siento una fuerza” pero nadie me hizo caso porque sabíamos exactamente qué sucedía. Tiempo atrás, puede ser unos meses atrás, hacía que tenía la premonición de que “algo iba a pasar”. Lo había dicho reiteradamente, al principio el comentario hacía gracia pero luego mis compañeros empezaron a mirarme como a un extraño. Estamos en pleno enero, no llueve desde hace meses en Barcelona, no hace frío, los almendros florecidos. ¿Un meteorito, un tsunami, un cambio en el eje de La Tierra, dinosaurios, la independencia de Cataluña? No lo sé, pero acababa de llegar. Se hizo el silencio, del suelo crecía un gas que distorsionaba al horizonte. El némesis de cualquier médico había llegado a nuestras dependencias. The UnWanted: el paciente con el revólver más rápido. Si existiera un videojuego de médicos, que sería una puta mierda, él sería el monstruo final, el último paciente.
Venía una y otra vez, se había convertido en un auténtico problema.
No había milímetro en el indigente que no estuviera cubierto de roña; el hedor que despedía era pura mierda, así olía la mierda me refiero. Su presencia se extendió rápidamente y era insoportable.
La ambulancia lo había recogido de la calle y lo trajo al CUAP a visitarse. Los ambulancieros traían cualquier cosa, muchas veces no eran urgencias médicas de verdad, pero cuantos más traslados, más dinero para sus bolsillos y cuantas más visitas atendíamos, más necesaria e importante era nuestra presencia como servicio de urgencias. ¡Chicos, hay que hacer números! Todo es una espiral de fórmulas mal paridas, un compendio de sinsentidos: collejones sin salida.
El indigente siempre repetía el mismo motivo de consulta: Agresión. “Me han pegado una paliza”. Era un maleducado, sobre todo con las mujeres que las mandaba a la porra fácilmente, pero no era tonto. Se llevaba mal con casi todos los trabajadores excepto con el enfermero sudamericano Churchill, que tenía mucha paciencia con él. Daba la casualidad que siempre aparecía en su turno.
–Me han pegado aquí, aquí y aquí –decía desde el box más apartado.
Nosotros teníamos que retirar las placas de roña en busca del hematoma perdido. Menudo trabajo, no está pagado, de verdad. Podías impregnar tus fosas nasales en sosa cáustica que allí en tu nariz se quedarían por un tiempo esas asquerosas partículas.
Tenemos el peculiar olor a cojones, sobacos y demás partes nobles que la gente que no lava adecuadamente; de la tercera edad el orín infectado y acumulado de varios días en los pañales y piernas (pobres ancianos arrumbados en casas vacías, pobres hijos que tienen demasiada faena); los digestivos presentaban el maridaje de mierda y aliento cetónico, siempre entrañable; los psiquiátricos huelen a roña, especialmente acumulada en pelo, pliegues y debajo de las uñas.
Una vez esnifé por la nariz tanta agua y jabón que me destrocé la mucosa nasal, nadie quiere salir del trabajo con aquél mejunje en la nariz…
–¡Esta vez no! –La doctora se plantó firmemente–.Tomamos constantes, lo ausculto y se marcha a servicios sociales de urgencia.
Estos servicios sociales son entidades que se encargan de los sin techo, sense sostre, en catalán. La doctora habló con servicios sociales y aceptaron la derivación. Hasta ahí todo bien.
Así fue cómo el indigente Salazar se marchó a servicios sociales. Habíamos ganado la guerra.
– ¿Puede venir doctor? ¿Doctor? –Me insistía una paciente– Por favor.
–Tiene que esperar un poco más, ¿de acuerdo? –Respondí.
–Vale, vale. –Hubo un breve silencio de entendimiento pero lo quebró–. Doctor, ¿por qué huele tan mal?
–Se han cagado varios pacientes a la vez.
–Vaya –respondió meditabundo–, ¿Cuándo va a venir la enfermera a quitarme esto?
Ya se lo había repetido en dos ocasiones. La paciente y su hija sabían que tenían que esperar a que la enfermera le quitase la vía. Me estaban tocando los cojones, había trabajo. Les miré mal, no fue suficiente.
–Doctor, ¿usted ha comido?
–Si –dije. Estaba ansioso por ver a dónde íbamos.
–Pues nosotras no. Nos morimos de hambre –dijo con mala ostia. ¿Reservas no os faltan eh, cachalotes? Pensé en decirles, y sonreí descaradamente– ¿Le hace gracia que estemos esperando aquí verdad?
–Mire, personas como ustedes hacen insoportable este trabajo. Cállense ya y no interrumpan más. Cuando venga la enfermera, ha venido. –Gran frase, pensé.
Eso me valió la segunda amonestación, dos en un mismo día. Sergio Ramos no es nadie… ¿Qué iban a hacer, echarme a la calle, a un residente, a la mano de obra barata? ¡Jah! Tengo licencia para hacer lo que me salga de los cojones. Además, yo era de los que trabajaban y hacían piña, era querido en el servicio. Había otros residentes que no hacían el huevo y eran socialmente unos inútiles; cuchicheaban, hablaban a espaldas de la gente por puro entretenimiento/aburrimiento... Nunca fueron así en sus vidas pero de repente aparece el incómodo peso de la responsabilidad y el sabor amargo de la esclavitud laboral y su único punto de fuga es convertirse en idiotas del tamaño de América. Yo no tenía la culpa de las dos amonestaciones, simplemente era gente maleducada que no entendían sus deberes, eso es, la culpa no era mía... Podía haberlo evitado, eso sí, también podía tirarme de lo alto de un edificio. En mi respuesta a las amonestaciones era cínico y retorcido, de manera que solo yo y el paciente sabía que continuaba metiendo cizaña. No acabaré la residencia.
Sonó el teléfono, lo cogió la adjunta. Al terminar la conversación telefónica colgó y dijo:
–No, no me lo puedo creer.
– ¿Qué pasa? –Pregunté.
–Servicios sociales trasladan a Salazar de nuevo al CUAP –dijo derrotada–. Me van a escuchar estos cabrones, no puede ser, no puede ser... –musitó entre dientes.
Y yo que no podía pensar más ese día que en -El yate y la maciza, el yate y la maciza, el yate y la maciza-. Dios, no me lo tengas en cuenta.

-escucha telefónica-
–Hola, soy la doctora con la que ha hablado antes. Me parece muy fuerte que Salazar esté de vuelta, ha quedado claro que no presenta ningún problema médico que podamos atender aquí, es un asunto social y esto es urgencias. ¿Qué ha pasado si antes te parecía correcto que te lo enviara? No podemos regalar nuestro valioso tiempo cuando vienen embarazadas enfermas, dolores torácicos que pueden ser síndromes coronarios, neumópatas en insuficiencia respiratoria y niños con 40 de fiebre. Me estás jodiendo ¿lo entiendes? Nos jodéis. Se supone que Salazar es cosa vuestra y que abordáis problemas de esta índole.
– ¿Ah sí? ¿Entonces la razón de que lo devolváis aquí es que no quiere ser atendido por vosotros y ya está? ¿Y no habéis abierto ni historial ni nada, verdad? Ni anamnesis ni lo que quiera que hagáis vosotros si es que hacéis algo alguna vez.
–Vale, vale, me tranquilizo –Dijo la adjunta elevando la voz y propinando un puntapié a la torre del ordenador que había en el suelo– ¿Cómo que es un caso difícil? ¿Huele demasiado mal, verdad? A nosotros cuando nos llega un caso difícil no dejamos de atenderlo por el hecho de que sea difícil. Mire, no lo ha tenido ni dos minutos, ha salido hace 15 del CUAP y ya me está llamando para informarme de que está de vuelta.

–Pausa de 21 segundos–
–Entonces ¿qué, cuándo venga, qué le digo? Perdona Salazar nadie quiere atenderte, a la calle, lo echaré a la calle.
La doctora hablaba como una leona. Pensé en su marido. Se casaban en una semana. No querría pelearme con esa mujer, no dios. Esa yugular era mejor no hincharla. Qué miedo, los tenía bien puestos. Todo el mundo se fue cuando empezó la discusión. Yo me quedé haciendo como si trabajaba pero la verdad es que únicamente estaba pendiente de la conversación. Por dentro disfrutaba como un niño en el circo. Quería ver como despedazaba a servicios sociales. Por fin alguien con pelotas, sí señor. Mañana buscaré la manera de hacerme cirujano capilar. Recordar esta escena me dará fuerza y determinación.

–Qué vergüenza de servicios sociales, qué poca vocación. No habéis luchado ni un segundo por él, es imposible. ¿Cómo te llamas? –La doctora apuntó el nombre en un papel–. De acuerdo, tranquila, informaré de todo lo que ha pasado. Tendrás noticias. Buenas tardes. Colgó con furia el teléfono, lo descolgó y lo colgó así, 5 veces. Chac-Chac-Chac-Chac-Chac y a mí todo eso me puso cachondo… Sé que podría haberle dado 80 golpes más, por lo visto no era tampoco su mejor día.
–Tranquila, ya me voy –gritó una voz ronca a nuestras espaldas. Salazar lo había escuchado todo.
La doctora lo miró con indiferencia ya que sentía por completo lo dicho. El viejo indigente tensó el cruce de miradas, esperando alguna palabra de arrepentimiento pero la doctora giró sobre sus crocks blancos, se sentó y comenzó a teclear fuerte. A Salazar le dio un bajón de tensión, se le cayeron los hombros y sus ojos se volvieron vidriosos, llenos de extraño pesar. Continuaba mirando la cabellera negra de la doctora que se agitaba en cada golpeteo. No hubiera esperado jamás esa reacción de humanidad en Salazar; se levantó como pudo de de la silla de ruedas, dejó un charco de mierda en el centro y se dirigió a la calle. 2 horas después pudimos respirar tranquilos.
Terminaba la guardia cuando escuché a una enfermera que Salazar estaba de vuelta. Le habían partido la cara pero esta vez de verdad. Salió de urgencias y visitó a una antigua amiga que vivía cerca, esta le prestó una camisa de rayas finas azul celeste, un pantalón de pinza y dos zapatos; se marchó a una fuente y se restregó fuerte con jabón Magno, mientras se afeitaba fue sorprendido por unos chavales que no tenían nada mejor que hacer.
Cuando llegó fue visitado por Churchill; la mitad de la camisa estaba manchada de sangre, la ceja izquierda abierta, una paleta menos y casi toda la boca inflamada. Le explicó a Churchill lo que había pasado y le habló sobre sus intenciones para con la doctora. Salazar se había enamorado de ella.
Al día siguiente me apuntaba a un máster de estética. Hice en 3 meses más guardias que nadie y después renuncié a mi plaza de residente de medicina de familia. Fue como detonar ese túnel de cemento por el que he transitado tantos años. Sentí en ese momento, por vez primera, ser dueño de mi vida. Desde entonces cada segundo lleva mi firma.
Antonio Montesinos.
THA