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Note

martes, 31 de mayo de 2016

DIAS A PLENO SOL

Hoy me he desvelado. He intentado volver a dormir pero mi mente estaba despierta de verdad, y por su cuenta ha viajado, como en muchas otras veces, a aquella época.
Recuerdo un tiempo sin envidias, fraternal, de compañerismo total, de continua diversión y felicidad.

Entonces me ha apetecido nombrarles en voz alta; Mariano (mi primer amigo), Martos, Juanmi Delgado, Pedro Parra Navarro, Mulero, Antonio, Salvador, Damián, el rabioso Calero, Ángel (que en paz descanse). Mi gran amigo Jose Lara, Sergio Martínez, Pedro Martínez, el otro Pedro el que se parecía a Slater de salvados por la campana, Jesús Yuste Vergara, Francisco, Fran, Ana, Mayte, Inma, Marta, Juana, Mercedes, etcétera. Es curioso que no recuerde los apellidos de ellas. Siempre estaba con mis colegas, con los que compartía mis aficiones como el fútbol y el ajedrez. Quizá sea por eso. Divagando entre pensamientos considero que también hay un componente machista; yo he sido siempre muy competitivo y podría ser que las desechara como rivales por el simple hecho de que fueran “chicas”.
No obstante me encapriché de unas cuantas; Lidia fue la primera, una niña pequeñita de tez muy morena, agitanada. Me parecía preciosa pero yo era muy tímido para expresar algún sentimiento. Eso sería en primero o segundo de primaria. Luego “sentí algo más fuerte” por otra chica; Sandra Cegarra, de esta sí que me acuerdo de su apellido, lógicamente. Lo más que hice con ella fue echar un sueño en sus piernas, al volver de una excursión del colegio. Sencilla y maravillosa siesta. En mi último año me empezó a gustar Ruth. Un día pensé en preguntarle si querría salir conmigo, y me entró vértigo, porque entre otras cosas no sabía qué significaba eso, qué tendría que hacer si me decía que sí, porque yo tenía claro que diría que sí... Ese año dejé el colegio y me hicieron la mejor fiesta de despedida que he recibido en mi vida.
Puedo decir que quise a mis compañeros tan profundamente como puede querer un niño. Eran mis hermanos.
Aunque nuestros apellidos no fuesen distinguidos y realmente procediésemos de familias humildes, algo básico nos convertía en los seres más importantes; éramos niños.

Mi infancia ha sido muy feliz y está muy relacionada con el Colegio José María de Lapuerta.
Por lo que siento y me han dicho, recibí comprensión, paciencia y mucha atención por la profesora de infantil. Tengo una memoria malísima, y no recuerdo si se llamaba Mª del Carmen, Rosa María, si me tuvo que soportar en la clase de la estrella o de la tortuga… Seguro que le di mucha guerra.
Mi primer profesor fue Don Dionisio. Le recuerdo algo mayor y cálido. Me trató con cariño y siempre tenía palabras de ánimo. “sonríe, tu cara es de melocotón” me dijo una vez. Es increíble la importancia que pueden adquirir las palabras de alguien a quién admiras. Y yo le admiraba, como a todos los tutores que tuve en primaria.
En tercero y cuarto de primaria mi tutor fue Don Antonio López. Quién desató consciente o inconscientemente mi competitividad. Sus divertidos juegos de lucha y los bonos que sumaban para la calificación final hacían que me esforzara al máximo. En la “lucha” la clase se dividía en dos filas, de pie una frente a la otra. Un componente de un bando formulaba una pregunta y la dirigía a otro del equipo contrario. Quiero recordar que si errabas en la respuesta, Don Antonio repicaba sobre su mesa dos veces seguidas, con la contera roja de su lápiz, lo que suponía tu eliminación (te ibas a tu mesa) y si golpeaba una sola vez, significaba que habías acertado y continuabas vivo. El equipo que quedase en pie ganaba un positivo. Una clase aburrida o un día tonto de distracción general era el escenario perfecto para gritar ¡LUCHA!, levantarnos todos de nuestros pupitres, apartarlos y empezar la pelea.
Si estábamos en clase de geografía, podías preguntar capitales, sierras, ríos y afluentes. Durante una clase de matemáticas la “lucha” era de cálculo mental.
Para mí era particularmente estimulante porque nunca me ha gustado perder…

Y en ajedrez perdería bastante, lo que hizo que me enganchara. Casi todos mis amigos nos aficionamos rápidamente. La apuesta por el ajedrez por parte del Colegio  fue un acierto total y su continuidad creo que es un motivo por el que sentir orgullo.

Marifé fue mi tutora de 5º y 6º de primaria. Mi profesora preferida de lejos. Para mí es “La profesora”. No fue la más divertida, ni la más cariñosa. Pero me enseñó de verdad. Cuando me torcía, me corregía con la maestría que solo un profesor experimentado posee, y con la voluntad e intención innatas que atesoran las buenas personas.  
Más allá de mi más que evidente agradecimiento al Colegio José María de Lapuerta, desearos que continuéis la enseñanza infantil y primaria con cariño y dedicación, y que los niños que tenéis hoy os recuerden como yo lo hago a menudo.

Con gran afecto

David Sánchez Gutiérrez 

domingo, 15 de mayo de 2016

EN SUSPENSIÓN Y ANOTA

En memoria del abuelo de Ignacio, de Gerard, de Susana y mío. En memoria de todos los abuel@s.

El abuelo Juan ha muerto. Ya no dirá más verdades como puños. Luchó en la guerra civil, una mina le destrozó los riñones, lleva metralla en el tobillo derecho que recibió en la avanzadilla Robledo de Chavela en el 36, sufrió tuberculosis, etcétera. Anoche un catarro acabó con él.
Mi abuelo criaba cerdos cuando conoció a la hija de un rico latifundista malagueño. El abuelo Juan medía cerca de dos metros, de piel tostada y pelo rubio, con los ojos de un azul traicionero, eso dice mi abuela a modo cariñoso. Azul como el mar Alborán. Si esas viejas fotos en blanco y negro no engañan, mi abuelo ha sido el hombre más atractivo que he visto jamás. 
Pronto se casó con ella. A pesar de que Juan era analfabeto, mi abuela Amanda se derretía al imaginar sus retoños entre aquellas grandes manos. Siete hijos y diecisiete nietos. Yo soy el mayor de todos los nietos.

Ojalá no hubiera llegado a tiempo al hospital, porque cuando llegué agonizaba y miraba al techo con sus ojos azules inyectados en sangre, sin ver nada. Le hablé y agitó los ojos de derecha a izquierda, comenzaron a escurrirse lágrimas por ellos. Me había reconocido. Le di mi mano pero no consiguió apretarla contra la suya. No sé si esas lágrimas eran de despedida o pura desesperación y por eso digo, que ojalá no hubiera llegado a tiempo y ojalá aparezca aunque fuera su espectro y me dejara claro que significaba su adiós. Le administraron morfina y volví a casa junto a mi abuela. Dormí un rato, poco, pues mi padrino me despertó para darme la noticia.
Mi abuelo me idolatraba, soy su nieto preferido “es médico y juega en la selección española de Baloncesto”, así me presentaba en cualquier lugar. Si había un deportista, yo era mejor deportista y encima médico, y si había un médico, yo era mejor médico y además deportista de élite, cosa que el medicucho no era. En la cena de navidad o fin de año siempre me dedicaba un brindis delante de toda la familia, “por mi nieto, al que más quiero, que está aquí conmigo y ha venido a verme, no como otros”. ¡PAM! Golpeaba la mesa al terminar. Y todos tenían que brindar y beber.

Hace muchos años dábamos la impresión de ser una familia unida, parecía que nos queríamos pero poco a poco se fue rompiendo todo. La envidia destruye familias. Hoy los hermanos no se hablan y nosotros los primos estamos cada día más separados aunque todavía queda algo del calor de aquellos años buenos.

En el pueblo velamos al muerto durante dos días. De esa manera damos tiempo a que los familiares y amigos visiten el cuerpo, se despidan de él y muestren sus condolencias.
Mi abuela Amanda se había vestido de negro. Permanecía sentada al lado de su marido, rezando el rosario, pasando cuenta a cuenta una y otra vez junto a otras vecinas que hacían lo mismo.

Miré alrededor y percibí el decaimiento general como es lógico y después, la excepción; el tito Francisco. Estaba en la puerta recibiendo a la gente como si fuera el relaciones públicas de una discoteca, con su traje negro reluciente y corbata roja, atendiendo al teléfono que no cesa de sonar, con una sonrisa de oreja a oreja. Miré al féretro, no había visto el cuerpo todavía, vacilé en acercarme pero me desvié y fui a por mi tío.
-Escúchame. Dije agarrándole por la manga.
-Espera, espera. Me respondió mientras ojeaba el móvil.
-Subnormal. Dije claro y alto mientras buscaba en mis bolsillos, cigarro y lumbre.

Entonces apareció mi padrino y menos mal, porque el tito Francisco tiene malas pulgas y hubiera tenido que arrancarle gustosamente la cabeza para tranquilizarlo.
La salud del abuelo era frágil, había ingresado en el hospital en varias ocasiones, cada vez perdía más autonomía, pero su marcha no era ni mucho menos para mostrarse dichoso.

-Pedazo de cabrón. Dije en alto nuevamente y me dirigí hacia la cama donde se dispuso el féretro abierto. Un fino cristal aislaba al abuelo de todos nosotros. Estaba vestido con un traje gris claro y una camisa blanca. Su corbata era de un precioso color ocre acompañado de pequeñas hojitas de olivo. Vi algodones en su nariz y me toqué la mía, me pareció incómodo aquello ahí incrustado. La piel de su mejilla era ya una delgada cubierta de su osamenta. Sentí mucha pena. 

Me agarraron por detrás, era mi primo Samuel. Nos dimos un abrazo y disparé primero; ¿cómo estás? Me contestó; <<calla calla>> Supe que me iba a contar una historia porque así comienzan todas sus historias.
Trabajo vendiendo seguros de vida. Me  pateo toda Cartagena, trajeado, con mis zapatos impolutos e incólumes y mi maleta de cuero falso, es decir; niquelado.  Pa arriba y pa abajo sudando como un gorrino. Pero estoy agobiado porque no me pagan si no vendo un mínimo de seguros al mes. Total, que el otro día se me acabaron los barrios donde la vida no corre peligro y me adentré en los pisos rojos de las seiscientas y luego en Lo Campano. Acabé en chabolas de gitanos fumando y bebiendo lo que me servían. A los días siguientes volví y los gitanillos pequeños gritaban al avistarme desde cualquier promontorio: ¡¡El de los muertos está aquí otra vez, el de los muertos mama!! Y corrían a sus casas. A otros les parecía divertido lanzarme piedras.
-Que pase, que pase y se siente, dale algo pa la picota. Les soltaba la retahíla y ellos encantados. Yo creo que estaban aburridos. Salía por la puerta y el patriarca le gritaba a otro aconsejándome. –¡¡Chacho, que tiene la muerte mu barata premoh, ábrele la puerta!! Mira Samueh. Me susurró a la oreja como si fuera un secreto increíble. -Te va a í a la casa esa, son Los guazníos, son familia mía Samueh. Gritando esto último. ¡Aquí tos somos familia Samueeeh! Tú si quiere ya ereh de la familia, ¿comprende? ¿Quiere un poco de mandanga Samueh? Mira, he pensao que no vamo a senta ahora mihmo y no vamo a fumá un tronco que te va hja caer des-parda. No va a sé to trabaja, no. Le dije que estaba bueno pero para qué más, tuve que comprarle hierba. En fin, salí tieso del chamizo. Lo bueno es que el guaznío no me pudo sacar nada y fumé de balde, pero no veas la que me dio con los jilgueros de competición, primo.
En una semana he vendido más seguros que nadie así que no estoy mal, pero triste como tú por el fallecimiento del abuelo Juan, ¿verdad?
Dijo tranquilamente agarrándome por los hombros.
No paraba de entrar y salir gente. De repente dejaron paso a alguien que llevaba una figura a cuestas. Era mi madre que traía a la patrona del pueblo. Las amigas de mi abuela se levantaron y encendieron cirios a los pies de nuestra Señora de las Misericordias. Mi abuelo era ateo, mi madre era atea, pero se justificó rápida, “esto es lo que se hace aquí y ya está” Su aliento olía a vino.
-Hola muchacho. Me tocó la espalda alguien muy bajito.
-Hola qué tal. Ignacio, nieto de Juan. Nos dimos la mano.
-Eres la viva imagen de Juanico. Yo me llamo Roosevelt. Soy de Ecuador y llevo aquí 40 años por culpa de tu abuelo. Dijo sonriendo.
>>Salte fuera conmigo un segundo ¿quieres?

Conocí a tu abuelo en Ecuador hace unos 50 años. Fue allí acompañando al padre de Amanda por cuestiones de trabajo. Les serví de chófer entonces. Nos caímos en gracia y le insistí en que me acompañara a hacer una excursión a la laguna de Cube, un lugar maravilloso de la provincia Esmeralda. Cuando llegamos, tu abuelo quedó prendado; había monos, multitud de aves y árboles grandísimos... Era un lugar salvaje y apartado de la civilización. Anduvimos un buen rato y al punto le señalé; ¡Ahí vive mi padre! Se creía que le tomaba el pelo, pero mi padre se asomó y nos saludó como si nada. Cuatro patas de madera alzaban a una gran altura la casa de mi padre; unos 4 metros cuadrados por dos de alto, no más. Una choza en lo alto Ignacio, ¡sin suelo ni paredes! Era simplemente una estructura formada por cañas y  cuerdas y ahí vivía él, solo, los doce meses del año. Tenías que fijarte por dónde pisabas porque podías meter el pie en un hueco y hacerte mal. En una de las esquinas había un tablón de madera, su cama. El techo lo cubría un toldo blanco que por la noche se abría y cerraba la choza, protegiéndola de los mosquitos. El toldo estaba ennegrecido ya que el horno se situaba debajo de la choza. Tu abuelo se ofreció a limpiarlo en el río. Empezó a aporrear el toldo y debió molestar a una serpiente verde que se puso de pie delante de él. ¡Del susto soltó el toldo y la corriente se lo llevó río abajo! Corrió como una hora a la vereda hasta que el toldo quedó en una orilla. Le dije que bueno, que cómo era capaz un hombre de su talla asustarse así y se enojó tanto… Cuando volvimos a casa mi padre nos gritó ¡UN JAGUAR!
¡El jaguar estaba a varios metros subido a la rama de un árbol! Me cagué de miedo pero tu abuelo seguía enojado y sin pensarlo se acercó al árbol medio seco de al lado y jaló y jaló hasta derribarlo en la dirección del jaguar que se marchó asustado. Mi padre le llamó loco como unas veinte veces seguidas pero fue imposible borrarle la sonrisa de la cara, había vencido a un jaguar.

Era increíble que no supiera nada de esa historia.
Salieron por la puerta una marabunta de personas. Introdujeron a mi abuelo en un coche fúnebre. Era la hora de la misa.

Entramos en la ermita y me senté en primera fila junto a mi primo Samuel y mi hermana Cristina. El cura era muy joven y sombrío. De pelo negro y tez blanca, con unas ojeras que daban pánico. Se situó detrás del altar y puso una música extraña con la que entró en una especie de trance. A menudo hablaba en latín, miraba al infinito, parpadeaba con los ojos en blanco, se dirigía constantemente a la cruz de madera que estaba a su espalda y en un momento de la misa, de forma absolutamente inesperada, se echó al coleto como medio litro de vino. 

-Está colocado, ¿verdad? Me susurró Samuel.
-Yo que sé, a lo mejor está nervioso.
A mí también me lo parecía. Le imaginé saltando sobre el altar enseñando sus partes más débiles mientras vomitaba la sangre de cristo. Menudo espectáculo. Mientras mi abuela Amanda estuviera contenta nunca diría nada. La miré, todo parecía ir bien.

El cura se acercó al ataúd, lo cerró con un aspaviento de hombro y posteriormente salpicó agua bendita sobre él, mientras se decía algo en latín. Imaginé que el chaval con ojeras resucitaba a mi abuelo y tuve que salir fuera, porque a pesar del dolor, me golpeó un acceso de risa insoportable.
Fuera de la ermita ya no tenía ganas de reírme. No volví a entrar. Comenzó a chispear. Las nubes cubrieron el cielo.
Terminada la misa fuimos a enterrar al abuelo. No creía que nunca más fuese a verle, no podía creer que cada vez que volviese al pueblo, él no estuviera esperándome para darme un abrazo. Mi abuelo.

Comenzó a llover con más fuerza. Los pájaros se callaron y las moscas desaparecieron. Atravesamos el camposanto hasta llegar a la tumba donde yacería junto a su madre. La bisabuela Manuela. En cada racha de viento, las gotas azotaban nuestras manos y caras. La oscuridad se acostó en la cresta de la montaña, e hizo efectos sobre  palmitos y farigolas. El mar bravo y arrepentido hacía avanzar vibrante la montaña sobre nuestras cabezas.
        
El conductor fúnebre abrió el maletero y sacó el féretro. Apretó la lluvia. Lo abrió para que sus hijos se despidieran por última vez y depositaran objetos dentro. Apretó la lluvia. Mi madre, en gesto sorpresivo sacó del ataúd un papel y mi tía Elvira le gritó colérica, empujó y la tiró al suelo. Mi madre comenzó a llorar. Me acerqué rápidamente, la levanté y vi que se había destrozado la muñeca. En su mano había una foto. Siete niños junto a su padre. La cara de una de ellas tachada con permanente negro. La cara de mi madre. Rata, hija de puta. Me acerqué y avisé a mi tía Elvira que si no se apartaba inmediatamente cometería una locura. Mi padrino le ordenó retirarse. Ocupé el lugar de la zorra y de mi madre. Subimos con dificultad los escalones. Amarramos con la cuerda el ataúd. Mi madre se acercó al borde de la tumba y sollozando suplicó; “No te vayas papá, no te vayas papá... Por favor, no te vayas”. Sonó la melodía del Equipo A y el tito Francisco tuvo el reflejo de coger el móvil. Por su culpa se le escapó la cuerda al enterrador. El traqueteo hizo que se abriese la puerta del féretro quedando mi abuelo Juan con el ojo izquierdo abierto. Agarré la cuerda sin saber todavía cómo.
-¡PACO SUBNORMAL! Grité. Paquico se encogió de hombros.
Al inclinarme cayó del bolsillo de mi americana un tanga negro que voló hasta introducirse dentro con el abuelo. Lucía, la camarera cordobesa del BeCool. Recordé para mí.
–Canasta. Dijo mi padrino sonriéndome. Cerramos el ataúd y lo bajamos. El enterrador tapió con cemento la tumba y la terminó de cubrir con la placa de mármol.
Se hizo el silencio. La lluvia cesó por un instante y luego volvió a apretar.  

DEP-THA

martes, 3 de mayo de 2016

EL BIZCOCHO DE LA MODISTA

Chelo es la modista del tercero. Tiene 71 años, su pelo es amarillo pollo. Su pelo es un escándalo, rígido con mucha laca, es como un limón gigante. Chelo es súper querida en el barrio, la modista de referencia y un pozo de sabiduría.
-Chelo, qué le pasa a Paco el vendedor de cupones, ese que berrea “la suerte” en el pico esquina de Lepanto con la calle mayor, se le ve asqueao al pobre. Ya no berrea.
-Su mujer es una lagarta. Dice mostrando la encía superior derecha.
-Ya, algo había oído Chelo. Algo había oído. Responde la cliente empequeñeciendo los ojos.
Ayer me crucé con Chelo. Yo caminaba por la acera y ella salía de su casa. Chelo no tuerce el cuello para mirar a ambos lados porque sufre de una artrosis importante. Si el riesgo de colisión es elevado, entonces gira el tronco entero, como los jabalíes que corren rectilíneos, quiero decir; salió sin mirar y tuve que pararme en seco para no llevármela por delante.
-Joder. Espeté mientras me engullía una nube de laca y un perfume que me recordaba al polvo de talco.
-Truemle truemle. Murmuró a lo bajini. No entendí nada.
-Bruja. Recé bajo. Entonces se paró delante de mí y yo me paré también, fueron tres segundos de reloj. Era imposible que una mujer de 72 años escuchase tal infrasonido. Sus hombros parecían meditar un giro de 180 grados pero respiró profundo y continuó hacia delante.
Recordé que ya había sufrido a la modista en otra ocasión. Paseaba a su nieta Yolanda en el carrito cuando esta tenía 3-4 años. Os aseguro que aquél carrito aplastó cuanto se cruzó en su camino. “Tengo prioridad” Dijo desgarradoramente después de pasar por encima de mis pies y mancharme las adidas nuevas.
-Chelo es idiota mamá. Dije cuando llegué a casa. Me llevé un sordo pescozón como se dice en mi tierra.
-Chelo es amiga de la familia. Recalcó. Ha sufrido mucho en esta vida y ha sido muy buena conmigo y con tus tíos.
Y a mí qué me importaba eso. Era idiota y punto.
Chelo se casó joven con Pepe. Un ejemplar de nariz roja que trabajaba en la huerta murciana. Un bebedor de vino empedernido, Pepe el caga-uvas. Pepe murió a lo Elvis Presley, de un infarto sentado en la taza del wáter mientras bebía cognac.
En el barrio todos manifestamos nuestras condolencias. No obstante Pepe había dado mala vida a Chelo y a las dos criaturas que trajeron al mundo: María y Martos.
Martos “el terrible” era muy alto y muy feo, con la cara llena de granos primero, y llena de socavones después, de puños gigantescos y huesudos. Se dedicaba al pequeño hurto; robo de bombonas de butano, cableado de cobre, etc. Luego pasó a robar vespinos y a frecuentar la cárcel.
María se casó con un tipo que se parecía físicamente a su hermano Martos pero que era más tonto. Y con él tuvieron a la pequeña Yolanda que ahora tiene 19 años. Tiene el pelo igual de amarillo que su abuela y un físico perfecto, pero la cara es del padre. Yolanda era la niña de sus ojos, su única nieta. A cada momento la visitaba y cuando se marchaba de casa, el padre despotricaba; “tu abuela es una pesada, tu madre es una pesada, es que no tiene otra cosa que hacer, que venir a mi casa a dar el coñazo, a ver si se apunta a eso del inseso y se busca un viejo que la alivie un poquico”. Con los años Yolanda decidió olvidar a su abuela, expulsarla de su ínterin y ahora vaguea por las calles luciendo culo prieto y cara de caimán.
-Abuelica Chelo, dame 5 euros pa un paquete de cigarrillos.
-Toma hija. Le responde con desgana y visible derrota.
Adelanté a Chelo, entré al supermercado. Elegí con criterio inventado las dos mejores manzanas. Cuando llegó mi turno puse las dos manzanas en la cinta negra y mientras avanzaba mi desayuno entró Chelo por la puerta, cogió una botella pequeña de bezolla, se saltó la cola y con un chasquido de uña postiza lanzó perfecta una moneda de 50 céntimos encima del peso.
-Bote. Dijo. La botella costaba 45 céntimos. Después me tocó a mí.
Chelo, qué grande eres, por Dios. Si yo hago eso, me pegan dos hostias.
Salí del supermercado, miré el reloj, llegaba tarde al trabajo. Apreté el paso, tenía que cruzar a la otra acera pero no dejaban de circular automóviles, extrañamente, porque es una calle muy poco transitada. Doblé la esquina y ¡Ra-Ra-pum-Ras! Una ventosidad como una traca de petardos “carpintero” retumbó a lo largo y ancho de la calle. Se trataba de Chelo. Mi yaya siempre decía que mejor fuera que dentro. Me hizo gracia al principio hasta que me llegó el tufo.
-¡Joder!
-Truemle truemle. Musitó.
Miré desesperado a la carretera pero no cesaba el trasiego de coches. Volví a mirar el reloj. Entonces me propuse adelantarla como si se tratase de una carrera de fórmula uno. Chelo frenó de forma brusca, aproveché e intenté adelantarla por la izquierda, entonces viró renqueante a la izquierda también, evitando una mierda de perro. Sorteé la catalina yo también, suspiré, decidí superarla por la diestra, pero entonces Chelo se desplazó a la derecha recuperando su posición primera.
-¡Increible! Es imposible no puede ser, pensé.
-Mumble, ñam ñam. Masculló.
Pero qué ojete estará diciendo. Me estaba poniendo frenético. La rebaso finalmente, pasando de puntillas justo por el borde de la acera y ahí estaba yo haciendo equilibrios ante un tráfico que había desaparecido. Me resigno, cruzo la calle y esprinto.
-¡Adiós guapo! Mumble truemle. Me dijo Chelo sin torcer el cuello. Continué mi camino e hice como que no la escuché. El autobús se acababa de marchar. El siguiente pasaría en 15 minutos.
Ayer había trabajado toda la noche y hoy entraba a medio día. Me encontraba muy cansado, me dolía la planta de los pies. En la marquesina había tres asientos, dos de ellos recién ocupados por dos negras. Daba la impresión que eran madre e hija. Me senté al lado de la madre. Llegó Chelo a la parada. Me levanté y le cedí mi asiento.
-Muchas gracias Daniel.
-Soy David pero no pasa nada.
No, no fue un error. Chelo la modista no se equivoca. Se había propuesto dármela mortal. Dijo Daniel a propósito. Que me parta un rayo si se ha equivocado. Miré al cielo, hacía un día precioso de Mayo, completamente despejado, sin una sola nube. Ni un coche en la carretera, sin transeúntes por la acera, la calle quedó sumida en un silencio sepulcral. Cerré los ojos. Recordé la catedral de Cádiz y la tumba donde yacen los restos de Don Manuel de Falla; la sala central que precede a la cripta presenta una acústica increíble y repite en un eco formidable cada pisada que propinas. Pa-Pam// Pa-Pam. Que le follen al trabajo. Me he duchado, voy peinado y perfumado, visto ropa limpia, soy resolutivo y buen compañero. Deberían llevarme en palanquín.
¡Cric cric cric! ¡Cric cric! Sonaban las esclavas de Chelo.
¡Cric cric cric! ¡Cric cric! Miraba el reloj incesante.
-¿Sabéis si ha pasado ya el 4? Preguntó Chelo.
-Si cariño acaba de pasar. Dijo la madre.
-Vaya. Llegaré tarde. Ele me va a matar. Ele es el peluquero culpable del tupé que lucen la mayoría de ancianas del barrio. Sé quién es porque mi abuela y mi tía abuela son clientes.
“Una mujer aunque sea un vejestorio nunca deja de ser coqueta” Dice siempre mi abuela.
El ¡Cric cric cric! ¡Cric cric! Se repitió unas cuantas veces más hasta que me acostumbré. Entonces cesó el repiqueteo y abrí los ojos. Chelo miraba en silencio a un punto fijo. Seguí la trayectoria. Contemplaba un colchón arrumbado entre dos contenedores de basura. Imaginé qué estaba pensando; Pensaría que pronto moriría y que su viejo colchón lo dejarían ahí, tal cual.
La modista se puso en pie y se acercó a la carretera. Como por arte de magia apareció el autobús L4 y paró justo delante de ella. La pole position era indiscutiblemente para Chelo. El rabillo de sus ojos era extraordinario y mantenía a raya a las negras que acechaban por la retaguardia. De izquierda a derecha, de derecha a izquierda, inagotable, sin girar un ápice el cuello de yeso. Subimos al autobús, hizo dos paradas y Chelo bajó. Yo continué cinco paradas más.
-Buenos días, siento el retraso.
-No pasa nada, ve a cambiarte.
Me siento ante el ordenador y la enfermera me enseña una radiografía.
-Mira este húmero.
La cabeza del húmero estaba completamente fracturada y desplazada.
-¿Esto de quién es?
-Ahora mismo, es una señora mayor que le han intentado robar el bolso y la han tirado al suelo. Está esperando ser visitada en el box 5. Ya le hemos dado analgesia.
-¿Cómo se llama?
-Consuelo.
Y la han tirado al suelo…Pensé. La medicina embrutece. Espera, ¡es Chelo la modista! Seguro que es ella. Llegué al box y ahí estaba llorando con la nariz hinchada y el brazo izquierdo recogido sobre el derecho. Un morito dice, “ha intentado robarme el bolso pero no le he dejado”. Le dije que debía ir al hospital porque tenía el hombro roto y comenzó a llorar desconsoladamente hasta que pasaron dos minutos en los que intenté calmarla. Entonces se secó las lágrimas y en silencio miró al infinito.
-En seguida llega la ambulancia Chelo, corazón. ¿Vale?
Pero Chelo no respondió. Pensaba en el colchón arrumbado.
El domingo fui a casa de mi madre. Era el día de la madre y allí estaba Chelo. Me dio dos besos y un pellizco en el moflete derecho.
-Te he traído una cosa para ti. Me ha ayudado una amiga mía que se llama Mercedes. Esta que vive ahí en el bajo B al lado del bar Jaimito.
-No hacía falta mujer. Muchas gracias.
Sin duda, el mejor bizcocho que he probado en mi vida.

THA