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Note

miércoles, 29 de noviembre de 2017

MEJORES

La libertad para la mujer es libertad para el hombre moderno/adelantado; en algún momento fluirá como un acto involuntario entre nosotros pero hoy no es así. Es difícil luchar por la libertad de otros cuando uno se cuestiona su propia libertad, cuando se atiende a otros problemas, más o menos reales, más o menos importantes... puede ser; también el individualismo/egoísta es pobre para el espíritu y al contrario, encuentras la mayor recompensa al ayudar a alguien, al escribirle una poesía, al encontrar la cura contra el alzheimer, visitar de sorpresa al abuelo... Muchos encuentran en ese gran o pequeño acto pero grande, la razón de su existencia, el motor que los lleva; sería maravilloso que la normalidad fuese esa pero hoy no es así; no obstante, yo veo que en algún momento fluirá como un acto involuntario. Estoy en la efervescente idea que "vivir" en un futuro mejor hará que llegue ese futuro. Estoy y lo he estado siempre.
THA

https://www.youtube.com/watch?v=VRF7nK2MtM8

domingo, 26 de noviembre de 2017

Despertar

Vagando un día por el océano de dunas que era su mundo, desplegó de sorpresa una vela y quebró las olas de arena que le hundían moribundo.

THA

domingo, 19 de noviembre de 2017

MIGUELITO ESNEIK

Haugen era un bocazas y entró al cuadrilátero con la canción de Born in the USA. No tengo nada en contra de Springsteen, tiene temas buenos…La culpa es de Haugen: podría haber arruinado al mismísimo Elvis Presley. Nació en Auburn, Washington, desproporcionado, mucha cabeza, poca espalda y unos ojos diminutos –dos puñaladas en la arena–. El retador Haugen calentó previamente la pelea con un trash–talking hiriente y Julio César prometió “hacerle daño”. El combate se celebraría en el Estadio Azteca de Ciudad de México, por el título súper ligero del Consejo Mundial de Boxeo (CMB).

20.02.1993. El estadio congregó a una masa encarnizada sedienta de sangre. Finalmente J.C. Chávez hizo aparición con su banda roja en la frente, ahuyentando así los malos espíritus. Hubo una décima de segundo de silencio, imaginad toda esa gente en silencio, entre focos amarillos y azules –instantánea maravillosa–, cuando la flauta del artista nacional Jorge Reyes comenzó a deslizarse mística sobre las cabezas de los allí presentes. Sólo una décima de segundo, luego el estadio se “vino abajo”.

En el primer round un certero crochet hizo al de Auburn besar la lona. La cabeza del americano bailaba a los puños de Chávez; la espalda de Haugen menguó, se disolvía sobre su columna: un efecto que vería después en Holyfield, segundos antes de caer ante un intratable Riddick Bowe…Cuando la espalda se consume, flojea, al boxeador ya no le queda mucho. El árbitro paró la pelea en el 5º round, victoria de Chávez por KO técnico.

La pregunta es, ¿por qué perdió Chávez contra Withaker, porque para mí perdió, o contra de la Hoya? ¿Por qué Manos de Piedra sucumbe ante Thomas H. y Alí deja de apabullar a sus rivales como lo había hecho contra Archie Moore o Sonny Liston? Yo no tenía la velocidad de Alí, ni el físico de Marvin Hagler, ni el gancho al hígado de Chávez, pero no debía preocuparme: sabía cuál era el denominador común del declive de todos ellos: la edad. La edad derrota al púgil. Yo tenía 20 años y el boxeo corría por mis venas como un huracán incólume.

Viajé a Los Ángeles, allí me esperaba la gloria. A pesar de que las apuestas daban al neoyorkino Emilio Vagnone como claro vencedor, no me amedrenté. Emilio “Boomb” Vagnone, sí, “The Bomb”; tenía golpes potentes, pero una vez se adentraba en el séptimo round sufría verdaderos problemas: su boxeo se volvía algo impreciso y demasiado lento. Llegaba con el récord de 25 victorias: 19 por la vía rápida del Knock Out, 0 nulos y 0 derrotas. 25–0–0. Explicó a los medios que yo no tenía posibilidad alguna, que los boxeadores españoles son malos, pero a mí sólo me poseía la idea de subir en el ranking y abrocharme el cinturón. Estudié a mi rival de forma enfermiza, una y otra vez: sus movimientos naturales, sus puntos débiles, sus golpes más peligrosos. Entrené hasta casi romperme y llegué a la pelea en un estado físico y mental excepcional.
Subí al ring y lo sentí: estaba preparado, tenía a todos mis héroes conmigo. Le arrancaría la cabeza.

En el primer round le borré el rictus de chulería, a él y al público, pues me habían vendido precipitadamente como un boxeador novel. En el segundo me tragué mi exceso de confianza con varios jabs y un directo duro que me abrió la ceja izquierda. En el tercer round dominó el neoyorkino y un gancho al cuerpo me dejó al borde del KO técnico [pero eso solo lo sé yo].

En el cuarto round conecté un gran crochet derecho, esquivé el directo del contragolpe y cargando con toda la cintura llevé mi puño hacia delante; el zurdazo resonó bastante fuerte en su mejilla; su protector bucal salió volando y alguien de su esquina exclamó: <>. Aquello desencadenó el alarido nervioso del público. Sonó la campana.

El pómulo de Vagnone se hinchó y yo insistí en golpear allí. Se abrió, sangró, dolía, se notaba demasiado que le dolía. Comenzó a esquivar mi jab desesperadamente. Me volví a confiar y una combinación suya acabó con un upper cut horrible a mi mandíbula. ¡OH! Gritó la grada. La mirada se me nubló y pensé en Joe Frazier; ¡cómo le temblaban las piernas al bueno de Smokin ante los tremendos golpes de Foreman! KEY OU, KEY OU, KEY OU, vitoreaba el público.

La gente se equivocaba, yo no era como Vagnone, yo hubiera expuesto el pómulo hinchado: amo el dolor y el sabor del límite…No, yo no era como él, o me tumbaba mediante un KO descomunal o no me iba a derrotar aquella noche. Continuó golpeándome, cada combinación era menos enérgica. Sonó la campana.

Sexto asalto: el neoyorkino volvió a sonreír burlón y espoleado por el graderío se abalanzó sobre mí desde el primer momento. Me llevó contra las cuerdas, pero noté que eran fuegos de artificio y sus puños no se clavaban en mi carne como al principio. Alardeando de técnica me lanzó una combinación vistosa, y blanda. Una segunda combinación igual o más blanda acabó siendo amonestada por golpearme demasiado abajo.

No lo podía creer, ¿me quería engañar, quería que me confiase o eso era todo lo que tenía? Encajó un jab y asintió con la cabeza. Encajó un segundo en la nariz y asintió. Se acercó y recibió otro, este más fuerte. Volvió a asentir y me retó con el guante a que me acercase, pero esperé porque el round era mío y necesitaba recuperar un poco. Se acercó nuevamente con la guardia muy abajo, recibió otro jab fuerte en el centro de la cara. Se los estaba tragando todos. Mis jabs duelen, muchacho, pensé. Ya no le quedaba vaselina en la cara, se acercó y me llevó a las cuerdas, comenzó otra combinación anodina, me zafé rápido entre pensamientos: Alí peleó contra caimanes y yo contra “The Bomb”: El farsante. Al combate lo bautizarían como; “La Gran Farsa”. Me ardía la idea, si bien, yo perdía por puntos mientras él se exhibía. Me fijé en que todas sus combinaciones acababan con un crochet de mentira así que lo esperé; cuando vino lo esquivé, contragolpeé duro en su pómulo abierto y una grave preocupación volvió a gobernar su rostro. Al chaval le dolía, vaya por dios. ¡Pero era boxeo! Lo que hubiera dado por tener el pómulo así, porque me atizase fuerte, porque me hiciera sentir algo. Me abracé a él y le escupí literalmente a la oreja:

–Eres blando, chico, ¡un maldito blandengue!

Él resopló, me apartó, puso cara de asco y ejecutó un errático uno-dos. Otro uno-dos al aire. Temía tanto otro golpe al pómulo que su boxeo se hizo descaradamente previsible. Amagué y conecté golpes en otras zonas; entonces descubría el pómulo y yo reincidía en la herida. Un directo a la mandíbula le hizo bailar semiconsciente, me lancé entero y debió hacérselo encima porque se arrodilló. El árbitro contó hasta ocho, se levantó y dio dos pasos hacia delante, como quien camina hacia un infausto destino. Al fin un ramalazo de dignidad, me dije.

Vagnone era la promesa neoyorkina y próximo campeón del mundo. Todos esperaban verme a sus pies con los ojos en blanco y su padre macarroni el primero; pero el Puccini más dramático apareció como una mancha negra en el corazón de sus sueños; ahora, que no había amado tanto la vida.
Titubeó sobre el tobillo derecho y con un golpe seco que sonó a hueso quebrado, lo anestesié.
El público maldijo entre dientes, excepto un sector que gritaba como si acabasen de ver la 50ª victoria de Rocco Marchegiano.

Gané 50.000 dólares y pronto me llamarían para que me dieran otra paliza. El equipo volvió a Madrid, yo decidí alargar un poco más mi estancia en L.A. La primera tarde alquilé un Ford Mustang negro y conduje hasta Santa Mónica.

Me tomé un combinado en el puerto y paseé tranquilamente por los canales de Venice. A ras del suelo, por la pequeña ventana de una casa baja se colaban las notas exactas de un piano. Me asomé: una chica jovencita hundía con delicadeza las teclas, ante la presencia de un hombre. Ella vestía un mono vaquero y él: camisa blanca, tirantes y pantalón gris. Me senté en el suelo dejando a mi derecha el ventanuco; saqué un céntimo de dólar, lo chasqueé con mi pulgar y giró en el aire emitiendo destellos metálicos. Pasó un rato y la música cesó. El sol se escondió tras una nube y la luz de anís descubrió un tímido hematoma en el dorso de mi mano izquierda. Escasos segundos después se abrió la puerta de la casa. La pareja me miró extrañada desde el umbral. Se despidieron con un beso rápido en los labios. La chica se cruzó conmigo y me miró.

–Hola –saludé. Ella redirigió su pequeña nariz hacia delante.

Sus rizos de azabache muellearon y yo tuve que respirar inmerso en un fuego repentino. Amagué seguirla pero advertí que el profesor de piano caminaba hacia mí. Comprendí lo violento de la situación y en un esguince tomé la dirección contraria. Pasé por delante del hombre que me miró fijamente. Yo también le miré. Memoricé el número de la casa. Número 7. Anillo de casado. Doblé la esquina y miré la hora. Corrí, doblé la siguiente esquina de la manzana. Advertí los zarcillos negros a lo lejos y los seguí. Rápidamente busqué información en internet: Mejores pianistas de la historia. Casi todos eran rusos y uno destacaba por encima de todos: Sergei Razzmaninov. Suficiente. La seguí unos 15 minutos hasta que entró en un bar.
Y ahora, qué, me pregunté. Me miré en el espejo de un coche, mi cara había pasado por mejores momentos. Dejé de pensar, mi mano alcanzó el pomo y mi cuerpo cruzó la puerta.
El bar estaba lleno de gente, miré a un lado y a otro sin éxito. Decidí tomar asiento en la única mesa vacía.

– ¿Qué es lo que quiere? –Me preguntó la camarera. Sin prestarle atención continué sondeando el bar y respondí:

–Ron –La miré y era ella. No la había reconocido. El pañuelo de su cabeza ocultaba sus rizos–. ¡Espera! –Saqué mi móvil y le enseñé el titular: Miguel Benítez noquea en Los Ángeles–, mira, soy yo.

–Me alivia que me persiga un bruto boxeador.

–No soy bruto, ni siquiera en el ring, hasta eso lo hago bonito –dije apartando la mirada–. Tráeme ron, por favor.

Sé que me volví sombrío un instante, me revolvió lo de bruto. Me levanté y fui al baño. El lavabo era común y estaba desprovisto de puerta principal. Me miré al espejo; sí, la ceja tenía mal aspecto, el labio superior estaba levemente inflamado por el lado izquierdo, el ojo derecho sufría un pequeño derrame pero poco más. Ella pasó por detrás y me vio tocándome el colmillo.

–No estás tan mal –dijo.

–A mí me gusta hasta el lunar que tienes encima del labio, aunque dentro de 20 años se convierta en algo horrible –le dije a través del espejo. Miré su mano, sus uñas pintadas de blanco se hincaban en el marco. Me di la vuelta y continué–. Un bruto no habría reconocido que lo que tocabas esta tarde era una pieza de Razzmaninov.

–No era Razmaninov –dijo con los ojos brillantes.

–Lo suponía, pero debía intentarlo –salí al paso–, es lo único que he podido mirar por internet mientras te perseguía.

–Bruto –dijo desapareciendo por la puerta.

Terminé de lavarme las manos y volví a mi mesa. Bebí la mitad del ron de un trago. Ella no llevaba anillo, sin embargo el hombre de la casa nº7 sí. Comencé a darle vueltas al asunto pero pronto se introdujo en mi cabeza otro pensamiento: ¿cómo te confiaste tanto en el segundo asalto, por qué? Removí el vaso e hice sonar los cubitos. Aquél directo era pan comido, nunca debió alcanzarte, ¿y si comienzas a sangrar como un cerdo? Vagnone te ha marcado la cara, pensé al verme reflejado en la copa... Cualquier día Vagnone le habría marcado la cara a Joe Louis. La rabia me corroía, me sentía patético.

– ¿Podrías servirme otro ron? –Espeté a la camarera en la distancia.

– ¿Todo bien? –Me dijo con un tono de preocupación.
Vaya, lo había conseguido, y sin que fuera premeditado. Simplemente había que prestarle menos atención.

–Pensaba en el combate –respondí lacónico.

–De donde vengo, Tijuana, hay pasión por el boxeo –dijo mordiéndose el labio. Tenía una pequeña mancha blanca en la paleta izquierda. Sus dientes eran pequeños.

–Cuna de boxeadores –respondí– “Terrible” Morales, el tornado de Tijuana. –Di un trago, apoyé el vaso en la mesa y continué– El Tornado ganó una pelea hace poco, con sus 200 años. Hasta tenéis una campeona del mundo, bravo.

Ella sonrió, apoyó el pie en el asiento de la silla y descubrió un tatuaje en el tobillo: dos guantes de boxeo, la palabra Tijuana y una frase que rezaba <>. Volvió a la barra, habló con su compañero y me miraron. Les guiñé el ojo con la ceja mala y me acordé otra vez del humillante directo de Vagnone. No debía beber más, comenzaba a ponerme nervioso.

Alguien me tocó la espalda. Se trataba de un tipo de nariz roja, alto, pelo casi amarillo y camisa de cuadros. Se notaba que iba chispado, como la mayoría que estábamos allí. Me golpeó con el dedo en el pecho y exclamó:

– ¡Mígue Benitesss! –dijo a un palmo de mi cara. Se giró, llamó a alguien y una mujerona vino hacia nosotros. No estaba nada mal la chica. Yu, Yu, me decía la americana mientras apretaba mi brazo. Saqué bíceps y la rubia emitió un alarido, nariz roja me abrazó y otro borracho nos hizo la foto. Detrás de la barra, la joven pianista se reía con los comentarios del compañero.

Más tarde se abrió la puerta y apareció el hombre de la casa nº7. Fue directo a la barra y le dijo algo al bombón rizado. Ella negó con la cabeza y el profesor casado propinó un manotazo a la madera. En un acto reflejo respondí golpeando mi mesa con la copa, nadie pareció escucharme. Ella abrió la trampilla de la barra, salió, lo cogió del brazo y se lo llevó fuera. Les pedí un cigarro a la pareja que tenía enfrente pero no fumaban. El camarero se percató, se acercó y me dio uno. Salí fuera y esta era la escena: Nº7 la tenía agarrada fuertemente por la pechera y ella lloraba y repetía algo en inglés. Mi sola presencia relajó a nº7 que dejó de agarrarla de aquella manera. Mejor para él, pensé. Me miró y me dijo algo. Yo no entendí nada; jutar yu... jutar yu… Apoyé la espalda en la pared lentamente, sin apartarle la mirada. Golpeé la rueda del mechero y la llama salió rugiendo. La primera calada me hizo toser y la segunda entró como un guante. Nº7 subió a su coche, encendió las luces y se marchó levantando una gran polvareda tras de sí.

–No se puede tener todo en esta vida –sentencié en alto como si conociera con exactitud toda la historia. Ella se acercó, sacó un cigarrillo y se lo fumo en silencio.

–Gracias –dijo al terminarlo.

–No hay de qué –respondí.

–Me llamo María –dijo hundiendo su mano diminuta en la maraña de espiral.

–Me encantan tus rizos, ¿sabes? –Dije imbuido en el vaivén de la mata negra.

–Gracias –repitió.

Pasamos dentro, pedí otra copa de ron a María. Mientras me servía, apoyó su mano en mi espalda y me preguntó si me iba a beber todo el ron del bar. Respondí que la última copa con ella. Me miró un instante y luego al infinito, definitivamente pensaba en algo que no me convenía así que seguí hablando:

–Vamos a hacer un trato. Me marcho, vuelvo con mi coche, te doy las llaves y me llevas donde quieras –dije yendo a por todas, así hay que ser cuando te quema el pecho.

–Acepto, pero con todas las consecuencias –dijo María.

–Trato hecho –respondí incrédulo.

– ¿Con todas las consecuencias? –Insistió. Me levanté. Ella sonreía y sus ojos negros vibraban brillantes ante los míos. Contuve la sangre para seguir callado, para no tocarla, pagué y nos despedimos en la puerta.

Una hora más tarde salió del bar vestida con su mono vaquero, me acerqué y le extendí las llaves del Mustang. Se encendió un pitillo, sus labios carnosos lo rodearon y yo sentí que un fuego calcinaba todas mis vísceras. Me llevó a su casa. Vivía en un edificio de color limón y ventanas blancas.

–Quédate aquí, en unos minutos estoy de vuelta –dijo saliendo del coche con agilidad.

A la media hora regresó y trajo consigo dos bultos: una maleta y un transportín. Nos presentó. Hank, Miguel. Miguel, Hank. Hank era un gato negro de unos 9Kg aproximadamente. Hank, al escuchar su nombre, abrió sus ojos naranja caqui y me miró a través de la reja, luego olisqueó el mustang, agachó la cabeza y se durmió.

–Ahora vamos a tu casa a recoger todas tus cosas, nos vamos de esta maldita ciudad –dijo, y yo recordé lo de: <>. Y así lo hicimos: subí al apartamento donde residía y recogí mis cosas. Al volver al coche la encontré llorando: María odiaba L.A., al profesor de piano y a sus falsas promesas de dejar a su mujer.

–No la dejará nunca. No tiene valor. Jugó conmigo –decía agitando los cabellos de izquierda a derecha mientras se precipitaban dos ríos de lágrimas por sus mejillas.

–Que le follen –dije.

–Maaau –respondió Hank.

– Eh, mírame. Tú eres una tía buena –dije aplastando con el pulgar una lágrima que cruzaba su cara–, una Maríavilla –dije en barítono e imitando el acento mexicano–. Te voy a comer. Empezaré por esos pies diminutos y así hasta el último rizo.

– ¿Como una serpiente? –preguntó en un tono de niña. Le saqué la lengua e imité al reptil. Estuvo rápida, atrapó la punta de mi lengua entre sus deditos y me dijo–: No me saques la lengua, Esneik. –Retiré su mano y la besé en los labios. Su cuerpo se contrajo y se escapó de él un quejido breve de placer. Me separé de su cuerpo caliente y arranqué el coche. Destino: Chicago.

Cuando conoces a alguien normalmente te vomita desde el principio toda su mierda. ¿A quién le interesa? Te cuentan lo mal que lo han pasado con sus parejas anteriores, sus traumas familiares, etc. ¿Por qué? Rompen un momento en el que puedes fluir con toda la naturalidad de tus virtudes, con la belleza del error inocente; pero no, aquí está mi fango, que conste desde el principio; hola buenos días, mi nombre es Fango y mira cómo apesto. El otro día subí a un taxi. No inició la carrera y ya me explicaba una anécdota de manual: “Llevé a una rubia al aeropuerto. Al llegar le dije: son 20 euros, chica. ¡Y sacó un billete de 100! ¿Te lo puedes creer? Yo no tenía cambio. Fue un problema sabes, fue un problema”. –Vaya. Respondí yo. Cuando en realidad tenía que haber respondido: Vaya historia de mierda, taxista. Has roto la magia que había entre nosotros.

María se rehízo de sus lágrimas y no volvió a hablar de nº7, ni de otra pena, yo tampoco lo hice y tenía noventa millones de penas así que nos portamos bien. Alguna magia nos había metido en ese Mustang negro y nos lanzamos a 200 por hora, el uno contra el otro.

Dormimos en un motel de carretera. La primera vez que me vio desnudo se asustó. Yo soy bastante grande en general y pensó que tendría problemas con el tamaño, pero en absoluto. Fue fantástico, Maríavilloso. ¿Cómo coño iba a ser de otra manera si teníamos 20 años?

No sé cuántas veces follamos, nuestros aparatos estaban hechos pedazos. Yo tenía la verga muy inflamada y de mi botiquín saqué una jeringa, cargué corticoide y me lo pinché en el culo, en ese momento contemplé al espejo la estampa y reí a mandíbula batiente durante dos minutos de reloj. La última noche sólo nos abrazamos.

Llegando a Chicago me llamó Eduardo Kohrmann, mi entrenador. Por lo visto Iron Mike había hablado de mí en una entrevista:

–Ya ves, el hombre más malo del mundo hablando de ti. ¿Quién lo habría dicho? –Dijo Kohrmann con la voz excitada–, lee cuando puedas la entrevista, léela Miguel. Algo más, peleas contra Levon Margaryan en dos meses, en el Madison Square Garden. María buscó la entrevista en su móvil y la leyó en alto. “Puede conseguirlo. Es un claro aspirante, pero no voy a decir qué es lo que necesita para ser campeón. ¿Te digo cómo se hace una buena mamada, Rick? ¿A que no? Porque no me interesa, porque me gustan las mujeres. Pues esto es algo así. No quiero un campeón español, prefiero alguien de aquí” Y continuaba con lo típico: que yo no le habría aguantado un round, que Vagnone no fue suficiente, etcétera, etcétera… También dijo que soy bueno, que golpeo duro y tengo una técnica que recuerda al Asesino de Easton.

Conocía a Levon, su cuero cabelludo se repliega horriblemente dejando calvas entre líneas de pelo negro. Un boxeador duro con cara de mofeta, podía golpear fuerte durante 20 asaltos. Cuando me di cuenta llevaba un rato hablando a María del armenio y la encontré triste. Ya habíamos llegado. Era de noche y nos despedimos con un abrazo. Antes de entrar al coche la miré: se alejaba, su sombra se encogía bajo sus zapatos. Cruzó por debajo de la farola ambarina, antes de doblar la esquina miró hacia mí un segundo y desapareció.

Comenzó a llover. La primera gota cayó en el medio de mi coronilla; ello provocó un respingo que contrajo todo mi cuerpo // una hoja seca pasó veloz a mi lado repiqueteando la acera desierta y me asustó; pensé que se trataba de una rata // el viento movió la rama de un árbol que laceró aún más mi ceja, y agitó un matojo que se asomaba bajo la verja metálica y volví a asustarme: parecía la garra de un esqueleto. Subí al coche. La mexicana me había vuelto loco; sufría una enajenación transitoria, una fuerte cruda como diría ella. Pensé que no volvería a verla y comenzaron a temblarme las manos. Encendí los faros y arranqué el Mustang.

Sabía lo que tenía que hacer. Todo lo que necesitaba estaba en el maletero. Hay personas que devoran toneladas de chocolate, otras que se van de putas, otros que beben litros de whisky… Mi antídoto estaba en el maletero.

Paseé por la ciudad hasta que vi uno abierto. Aparqué. Fui al maletero y saqué la bolsa de mano. Entré. Fui al mostrador y chapurreé al chaval. Abrí la bolsa y le enseñé su contenido. No problema, dijo. Bajé unas escaleras y ante mí se abrió una pequeña habitación. Sobre el linóleo verde no había nadie, sólo yo, y el saco azul colgado de una viga negra.

FIN-THA

lunes, 13 de noviembre de 2017

Mi amigo Satán (breve homenaje al tema fetiche de Sabina)

Eres joven, ya cambiarás. Son delirios de grandeza, vanidoso-tonto... Todos se creen con talento pero sólo los elegidos se ganan la vida así. Puedes romper otro vaso contra la pared, sentirte más joven de lo que eres, eso es, saca músculo... mira a ése, ése sí que es una maravilla... tú no eres guapo, eres joven. Crees que eres diferente al resto, que jamás han hablado así antes, es sólo un pequeño pulso de hormonas; votarás a la derecha en unos años, te gustarán más jóvenes, luego más jóvenes, luego te gustará todo, entiendes, de cabo a rabo. Mañana te irás pronto a la cama agobiado porque el despertador suena estridente a las 6am. Mañana eres carne de tedio, ser monomorfo y harapiento, de 6 a 18, ¿dónde está tu talento?
Yo fui como tú hace mucho tiempo así que lee el futuro; sin embargo, hoy me pillas de buenas, si me das lo que quiero puedo explicarte cómo funciona todo.

THA

https://www.youtube.com/watch?v=NX4beZd1MBc