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Note

jueves, 28 de enero de 2016

UN DÍA CUALQUIERA

Esta mañana me he puesto la camisa más blanca que tengo… mis vaqueros preferidos, mis zapatillas doradas y mi chupa de cuero negro, cuero del bueno, no imitación mierdosa. He conducido el Seat Toledo de mi padre, he pasado por la vaguada, atravesado el barrio de quita-pellejos y luego lo he aparcado en el parking del estadio de fútbol Cartagonova. He caminado con estas dos piernas, que podrían quitarle el puesto a Sergio Busquets, hasta el hospital de la antigua Cruz roja que sita en la Alameda. Es un hospital de convalecencia donde se encuentra mi abuelo Modesto. Está recuperándose de una fractura de fémur. Al aparecer sabía lo que iba a decir: ¡Qué guapo eres! En seguida me he puesto manos a la obra.

–Esta pierna arriba, aguanta, aguanta… ¡MÁS! –Si grito no pasa nada, es más, el abuelo disfruta–. ¡Mira, mira como tiembla! Le arrugo la cara y le golpeteo la pierna en un gesto sutilmente despectivo. Lo cronometro.

–Es que yo tiemblo –me dice. Pienso que puede ser, pero le digo que no, que tiembla porque los músculos están flojos, sin tono… le busco las cosquillas, el coraje.

–Ahora es cuando tienes que aguantar arriba, fuerte. ¡Fuerte! –Vuelvo a elevar el volumen.

–Me cago en mi padre –maldice el abuelo con rabia y yo sonrío porque he encontrado el coraje que buscaba. Se pone rojo como un tomate.

– ¡Respira! Si respiras aguantarás mucho más –le digo ya suave. Jadea, está mayor, su piel es fina y delicada, su cara envejecida y su espíritu peleón de niño es enternecedor–. ¿Has visto como aguantas más? Venga, un poco más, ¿Qué pasa si hago fuerza para bajar la pierna? ¿Puedo bajarte la pierna? ¿Te duele?

–No –dice clavando la mirada en su rodilla.

–Pues sigue. Si te duele para, ¿vale?, ahora… –me ataja con:
– ¡Que no me duele, coñe! Pero no puedo más… ¡Ahh! –Se queja cansado– Qué maricón que eres –me dice sonriendo. Nos reímos. Repetimos un guión idéntico con la otra pierna. Volvemos a reír cuando terminamos la tanda. Me dice que me quiere, lo guapo que soy.

–Yo también te quiero marqués (su apelativo) –le respondo–. Ahora con los brazos, fuerte, contra mi resistencia, ¡vamos! Mira como tiembla, mira.

–Calla, puedo contigo –dice mi abuelo convencido.

– ¡Respira! –Le advierto. Llega la medicación, la comida.

–Mira ese huevo duro, va a ir directo a las piernas –digo señalando la ensalada.

–Y a los huevos también –me responde.

–También –coincido. Lo termina todo y me despido–. Verás cómo mañana hacer mejor la fisioterapia.

Arranco el Toledo, paso por la alameda, calle del rey, capitanía a la izquierda y el arsenal a la derecha, la nueva facultad de empresariales y el puerto natural más bonito, probablemente, de toda la península. Subo hasta la plaza de Toros, antigones, aparco y espero a mi madre a que salga de su trabajo. Nos marchamos a casa mientras suena un disco de Ketama que compré el otro día en el Corte inglés por 3,99 euros. Como lentejas. Me lavo los dientes y me despido de mi madre y de mi hermano. Llevo al coche un libro de John Fante, Camino de los Ángeles, un recopilatorio de David Bowie y el LA Woman de los Doors, todo muy pensado.

Voy a casa de mi abuela a seguir escribiendo su biografía pero, resulta que la abuela está aprendiendo lenguaje de signos y a las 16:00 viene la profesora de dactilología a su casa, así que me despido.

–Volveré a las 18:00 –le digo.

Por fin estaba solo. Casi el primer momento desde que estoy en Cartagena que podía dedicarme exclusivamente a mí, y haría algo que llevaba mucho tiempo queriendo hacer: iba a conducir yo solo hasta el Portús, la playa donde he veraneado desde chico. Allí no habría nadie, apagaría el motor, miraría el mar y cuando me cansara, saldría fuera, me sentaría en el muro y leería a Fante. Tengo 29 años pero soy novel al volante. Cuando llevé a Bowie al coche, en el fondo, sabía que tendría que esperar porque LA Woman era lo suyo. Lo traje conmigo porque merecía estar en ese viaje y no en el cajón. Pongo el disco y ensancho la nariz como si fuera capaz de esnifar cada nota. El camino tortuoso hasta la playa siempre me ha dado respeto y lo recorro atento. Antes de llegar al Portús hago una parada en el Ramírez, un café-restaurante/supermercado/administración de lotería que está de camino. Pido un asiático: el asiático es un café especial de origen cartagenero y mucho me temo que solo podrás probarlo si vienes aquí. Las probabilidades de que llegues a probar un asiático son escasas. De hecho lo normal es que nunca llegues a tomarlo. Vivo en Barcelona y me sorprende que mucha gente de mi edad no sepa situar Cartagena en el mapa, nunca vendrán aquí, ni probarán un asiático. Pedí un cupón de la ONCE pero la máquina no funcionaba en condiciones. Asiático a un euro veinte.

Llego a la playa, el cielo está más bien nublado. Hay un padre con su hijo, un grupo de señoras y dos pescadores al lado del “canto gordo”. Tal y como había planeado: apago el motor, apago la radio. En silencio miro al mar, es azul plata, está hecho un plato, las olas son milimétricas, hay un barco a lo lejos y unas cuantas boyas amarillas y rojas. Cierro los ojos y escucho cómo respira el mar en un murmullo milimétrico, como dormido. Entre las nubes del horizonte se cuela un sol ambarino que agoniza a los pies de cabo Tiñoso. Salgo fuera con Fante de la mano y voy directo al muro. En verano la playa huele a aceite, crema solar, tabaco y sudor dominguero, pero hoy huele a puro mar, a mar abierto en canal, sin aditivos. Hay un grupo de señoras que se hacen una foto en la tarima de losa de la plaza. Son seis señoras de unos sesenta y pocos años y están armando un jaleo de miedo. Una de ellas ríe constantemente: Uuuuuuh–Ja-Ja-Ja//Uuuuuuh–Ja-Ja-Ja. Paso cerca y escucho: “¡si sí, aquí, esto es un chumino!” Grita mientras indica a la fotógrafa dónde se localizan sus partes más nobles. Posan para la foto. Todas ríen. Mi madre será así dentro de poco, pienso. Me siento en el muro y comienzo a leer. Leo dos páginas pero es imposible continuar.

–Nos han derrotado Fante –digo mirando la portada del libro–, te las presento, ellas componen el escuadrón sexagenario de las “Cotorras del infierno”. Sabes lo mismo que yo de ellas pero te explico que las cotorras del infierno son todas obesas, con esa forma de barrilete. Llevan el pelo corto y super tieso de laca. El registro cromático gira en torno a los diferentes estados de una cerilla. Rojo-amarillo-negro.

Fante está Camino de los Ángeles. Me alejo del cacaraqueo y me siento cerca de los pescadores. Intento abstraerme, abro el libro, lo cierro. Es imposible concentrarse con el gorjeo de las incombustibles. Entonces comienzo a observarlas y encuentro la escena divertida. Van dando saltitos de allá para acá, se hacen fotos, gritan: ¡Eso díselo a tu marido! Uuuuuh–Ja-Ja-Ja. No entiendo bien lo que dicen, de repente entiendo: ¡Prótesis!...Uuuuuuh Ja-Ja-Ja.

Uno de los pescadores se gira y me dice sonriendo:
– ¡No veas! –Sin más, esa fue su aportación. El pescador tiene la cara casi negra del sol acumulado y una boca diente sí diente no. Le devuelvo la sonrisa y atiendo al escuadrón.

Se acercan a la orilla, son las jefas de la playa. Se hacen fotos dejando el mar a sus espaldas. Una de ellas se ata una fina bufanda negra alrededor de la cabeza, a lo John Rambo. Otra se tira al guijarro y posa en decúbito lateral izquierdo:
– ¡Qué haces loca! –dice una–.
–Uuuuuh Ja-Ja-ja –responde alguien. Otra va y se lanza encima: Uuuuuh Ja-ja-ja. A una de ellas se le mueve una fila de dientes cuando ríe.
– ¡Ay que no puedo! –Grita la modelo esturreada de la orilla.
Y ciertamente no puede levantarse, comienza a reptar–. ¡Soy una Orca! –Repite en varias ocasiones. A mí me recuerda más a un dragón de Komodo.
–Espera que te ayudo –le dice una amiga–, el truco es primero ponerse de rodillas, así. –Se caen las dos de culo al guijarro, se desternillan de risa.
– ¡Ayyy que me meao, me sa escapao un poco! –Decidida a levantarse clava el pie y cuando está casi vertical, la rodilla gira, pierde el equilibrio da un paso lateral, otro hacia adelante, abre los brazos y plas, cae boca abajo al agua. Dios santo, ¿pero qué han tomado? Me digo.

De pronto todo es gravísimo. Sale con la cabellera amarilla chorreando y los labios morados, nadie se ríe. El peor pronóstico se cumple: ya tenía una pulmonía, confirma una de ellas. Le quitan la ropa apresuradamente quedando la mujer desnuda. Alguien del grupo estornuda, y exclama: “Ella tiene una pulmonía pero yo me he resfriao...

Ya era suficiente. Subo al coche y emprendo el camino a casa de mi abuela. Todavía tenía que escuchar Crawling King Snake en soledad. Paro de nuevo en el Ramírez, tengo un pálpito. Entro y el camarero me aborda rápidamente, me dice que justo después de marcharme encontró el fallo a la máquina. Compro un cupón de la ONCE para este viernes, tres euros. Cuatro con veinte céntimos, por escribir este relato me pagarían mínimo quince euros, superávit. Llego a casa de mi abuela y amplío su biografía con una anécdota de su infancia que encuentro maravillosa:

A Liberta, una vez finalizada la guerra la llamamos siempre Sagrario. El párroco Don Otilio la bautizó así. Los papeles del primer bautismo habían sido quemados, además de que Liberta evocaba a la libertad y se relacionaba con la República, ese fue el motivo de llamarla Sagrario. A ella y a mí, nos regalaron un lechón a cada una, un terrateniente del lugar llamado José María Mora. Mis hermanos hicieron una casita para ellos. Los crié con biberón y papillas, ¡cómo disfrutaba! La cerdita de Sagrario era negra y enjuta, no le gustaba la leche ni la papilla, al contrario que mi cerdo que las engullía como si no hubiera mañana. Mi cerdito tenía una cabellera rubia que brillaba cuando lo bañaba. Mi cerdito era especial, cuando me sentaba en el umbral él acercaba su hocico al muslo y se dormía. Cuando crecieron cambiamos la dieta; garbanzo negro y maíz. La cerda comía generosamente sin embargo el cerdito masticaba y lo escupía, solo quería la papilla que yo le hacía. Ese cerdo no nació para ser cerdo, nació para ser artista, no engordaba pues comía poco y no paraba ni un momento. Jugaba constantemente con Leal, el perro de Manolín, saltaban muy alto, aquello era un espectáculo circense, quizá se creía perro u hombre, era muy gracioso verlos. Me dio mucha tristeza cuando lo mataron y me enorgullecí de él cuando se quejaron al ver que apenas se podía sacar tocino de sus carnes: había bailado mucho.

Después de historia del cerdo debería haberme marchado a la cama, pero me equivoqué y fui a ver la vuelta del Barça Vs Atlético de Bilbao.

FIN-THA

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