-No, no hago mucho deporte. Dije con una sonrisa, vanagloriándome de que mi
cuerpo serrano fuese así, sin esfuerzo alguno.
-Pues tienes que hacer más. Me reprochó la doctora.
-Ajah, ya. Dije rascándome el cogote.
-El electrocardiograma es normal. Dijo agitando el papelito.
-Espera, falta medirte el perímetro abdominal. Quítate la camisa otra vez. Dijo
la doctora dándose prisa.
Me midió la barriga, pasando por encima del michelín. Al michelín le mandé una
nota mental: hola cabrón. Tú y yo, hasta la muerte, ¿eh? Miré la cinta cómo
recorría mis carnes e intervine:
-¡Eh! Ha pasado la franja roja, eso no es bueno (al sobrepasar los 90
centímetros, la cinta métrica se vuelve de color rojo). ¿Estoy en sobrepeso,
no?
-Bueno… Dijo. Continuó aporreando el teclado con sus dedos zompos, sepultando
de esta manera el resto de la frase; no obstante, tampoco me importó.
-Ajah. Respondí, mirando al infinito, a través de la ventana. Fuera, hacía un
día maravilloso. Había cumulonimbos. Sí, son de esas palabras que se graban a
fuego: cumulonimbo.
-Súbase aquí, por favor. Dijo la enfermera.
-184cm, 82Kg.
-Vaya, 82Kg… Dije, pero rápidamente mi mente se quedó en blanco.
-Bla bla, bla bla, bla-bla-bla. Continuó la doctora.
-Okey. Dije con cara de pánfilo, supongo.
-Tensión arterial 100/60. Un poco baja. A unos 60 latidos por minuto. Remató.
Después de comentar esto, se sucedió un silencio demasiado largo. La luz
rebotaba en aquellas paredes blancas, frías, siniestras. Me pareció un lugar
donde podías morir.
-Ahora túmbese. Vamos a proceder a la extracción de sangre. Dijo la enfermera.
Ya está, ha llegado mi hora. Pensé.
-¡Oh! Qué buenas venas. Dijo relamiéndose.
-Ajah. Qué poco me gusta que me agujereen ahí, ¡Dios mío!, pensé. Cerré los
ojos.
-Perdón. ¿Le hago daño? Me preguntó al verme el rictus ridiculus de dolor.
-Sí, pero qué se le va a hacer. Es más grima que daño, pero también daño…
-Relájese. Vaya, lo pasa mal. Lo siento de veras. ¡Está totalmente contraído!
Vamos, respire lentamente. Ya estoy terminando.
Sucia mentira, estuvo una hora escarbando ahí.
-Ahora, apriétese fuerte durante unos minutos.
Me incorporé en la camilla y apreté. Me puse en pie, el algodón se me escapó y
cayó al suelo. La enfermera justo acababa de salir por la puerta. Salí detrás
de ella y la vi meterse en una habitación. Volví a la sala de extracciones y
busqué un algodón limpio. Encontré algodón, pero ya había crecido una bola
negra en la zona del pinchazo.
-¡Uy!, le dije que se apretara. Sentenció la enfermera, eximiéndose de aquél
desastre.
-Ya, ya. Respondí.
-Es que, es que… Vosotros los médicos sois los peores. Pero yo, ya no la escuchaba.
En cambio, percibí a la perfección, atravesando el horrible pladur blanco, los
mortecinos violines de la cuarta sinfonía de Sibelius. ¡Qué muerte más
patética! Miraba el antebrazo, aquella pelota negra me estaba machacando el
cerebro. La enfermera vio que la apretaba y exclamó:
-¡Sí, claro!, ahora ya no le hará efecto. Le va a salir un buen hematoma.
-Oiga, ¿me puedo marchar ya? Dije intentando no decir ninguna bordería.
-No, antes fírmeme el consentimiento para la serología. Me dio el bolígrafo,
que se escurrió entre mis dedos nerviosos.
En un acto reflejo lo intenté coger con la otra mano, pero lo golpeé más bien,
proyectándolo a una esquina de la habitación. Fui, lo recuperé e hice el
garabato.
-¡Oh! ¡Vaya firma! Ustedes los médicos…
Cómo explicarlo… Yo no pensaba en otra cosa que en la pelota negra. Me sentía
un desgraciado por tener una pelota negra en el antebrazo. La enfermera vino
hacia mí y acercó su cara a la mía. Continuó hablándome; mis ojos se torcieron,
comenzó a nublárseme la vista.
-Me está mareando. Le dije, en estado de estrabismo total, semiconfuso.
-¿Se está mareando? Échese en la camilla.
-Oh, no. Gracias, o sea… ¿Me puedo marchar ya, verdad? Dije amablemente.
Salí de la clínica y desayuné en la primera cafetería que encontré. Apreté
fuerte el antebrazo y la pelota se hizo mucho más pequeña. Con algo en el
estómago, todo mejoró. Me encontraba más animado. Llegué a un paso de cebra. A
mi lado, un hombre de pelo rucio discutía con un anciano.
-Vengaaaa, crussaaaaa. Dijo el viejo desde la silla de ruedas.
-Vengaaa, vamooooch. Repitió con voz de gruta.
-Papá, vienen coches, ¡joder!, ¿es que no lo ves? ¡Aro, como a ti te da igual
todo, ya! Dijo el supuesto hijo. Esforzándose al máximo, el viejo logró la
réplica:
-¡Y qué! ¡Aaaaarg! Parecía que iba a esputar, o algo así. Entonces, como una
rueda dentada, comenzó a girar el cuello hacia arriba; sonó un oxidado clack-clack-clack.
Levantó el brazo izquierdo y con la mano en
garra, intentó estrangular al hijo. La lentitud, la limitación y el empeño
desesperado que puso en conseguirlo, desató la risa de su víctima y la mía. El
viejo me miró, elevó la otra mano hacia mí, y a lo lejos, la apretó como si
tuviera en ella mi gaznate; nos estaba estrangulando con la mente, a lo Darth
Vader. Le miré sorprendido, llevé mi mano al cuello, lentamente, hice fuerza
como cuando empujo en el váter, y arrugué la cara, que se puso rápidamente como
un pimiento. Los dos comenzaron a reír, y yo también. Y un cumulonimbo pasó por
encima de nosotros. A tomar por culo, mi acción buena del día, consumada; había
provocado la risa del viejo Vader.
Nuestros caminos se separaron al cruzar el paso de cebra.
-Adiós. Dije con una sonrisa.
-Adiós pisha. Dijo el piloto.
-Hay que ver, ¡eh!, tienes que levantar más la chilla pa chubir el escalón, ¡coññño!
Dijo con tres eñes, el viejo…
Me puse los auriculares, busqué la canción de “Maggie M´ Gill” en el móvil y comenzó
a sonar: Estoy en la colina más alta, escopeta en mano, mascando tabaco. Los
alienígenas pueden aparecer en cualquier momento. Al pie de la colina, Maggie M´
Gill lava la ropa en el río. Su trenza rubia es descomunal. De cuando en cuando,
Maggie mira hacia arriba y sonríe. Maggie M´Gill, eres preciosa. Hoy bajaremos
a Tangie Town, y haremos de todo.
Una piedrecita descansaba en la junta de dos losas, le metí un punterazo; salió
rectilínea hacia el cielo, a una velocidad endiablada... ¡Sí señor! Presiento
que hoy va a ser un gran día...
THA