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Note

viernes, 15 de marzo de 2024

Botón Rojo

Rebeca tiene 40 años, ha experimentado muchos tipos de relaciones sentimentales y concluidas distintas etapas vitales. Dicen que la experiencia es un peine que te regala la vida cuando te has quedado calvo; pero este no es el caso. Rebeca tiene una gran melena, espesa… y unos ojos marrones lo suficientemente claros como para llamar mucho la atención al individuo que la observe un momento; tiene un físico notable y aunque no fuese a ganar ningún campeonato de tías buenas, absolutamente todos y algunas compañeras del servicio del hospital sienten un pequeño vuelco en sus corazoncitos cuando les habla de cerca. Pues bien, algo ha removido a Rebeca: se llama Wangari y es de Nairobi, el joven médico ha venido a aprender justamente de ella. Rebeca al verle saborea una trufa de chocolate en su boca. “Wangari-Coulant, por dentro está caliente, tableta 85% cacao”, piensa; “y yo soy su nata montada”, sigue. Se pregunta si está siendo racista, cateta, o directamente una gorda. Definitivamente Rebeca comprende que es un buen momento para divertirse.

Es viernes, se celebra una “cena de empresa”. Hacía tiempo que no se juntaba el servicio. Rebeca recibe esa tarde la compra del supermercado a domicilio. Al sostener un generoso calabacín se acuerda de Wangari… golpea el fruto reluciente con la palma de la mano y sonríe. Rebeca suele decir que en un lugar recóndito de su ser hay una habitación oculta a donde puede ir, y pulsar un botón rojo, pero que tras accionarlo no hay marcha atrás. Rebeca decide pulsar el botón. En dicha habitación hay un cajón lleno de cartas de antiguos amores, lee una de sus favoritas donde alguien le escribe: “Becky, jamás olvidaré: la luz del día estrellada en las paredes blancas, en tu piel, en las sábanas blancas… tu pelo haciéndome cosquillas en la cara, y aquella cama de fuegos reales donde me fusilaste”. Rebeca se relame. Cuando vuelve en sí, el calabacín está roto por la mitad. Rebeca baila, agita la melena en la cocina. Suena “You aint seen nothing yet”. Se promete así misma y a Wangari ofrecer un espectáculo irrepetible. En sus ojos marrones danzan lenguas de fuego, le han crecido los colmillos. Mira sus pechos y les habla: “qué delicia de cañones”; mira sus piernas y las golpea como queriendo despertarlas, las exhorta a batir el récord personal, conversa con ellas. Sube el volumen de la música, abre las ventanas, suena “Ride like the Wind”. Es luna llena. Es el momento. Salta por la ventana.

Todos se encuentran en el reservado. La mesa ovalada de madera se sitúa bajo una hermosa cabeza de toro. En la cena todos sienten por Rebeca una atracción total, como un planeta ardiendo que genera un campo gravitatorio descomunal: nadie puede alejarse de ella, excepto si Rebeca así lo decide. Se sienta junto a Wangari, y a este se le seca la boca, eriza la piel del cuello. Rebeca le sirve vino mientras le dice en voz baja: “me encantan tus manos”, a lo que Wangari le responde: “¿quieres tocarlas?”. Hay una compañera junto a Rebeca que contempla el momento, perpleja y excitada. Alguien da un golpe fuerte en la mesa, pero no dice nada, se levanta, agarra la botella de vino pero no acierta a servirla y derrama la mitad del líquido. Hace calor. Una chica se quita la camisa, otro se acerca a ella por detrás. Hace más calor, algunos colapsan. Ni Wangari ni nadie entiende nada, pero tampoco quieren entender. Rebeca lanza a Wangari al centro de la mesa y todo salta por los aires, lo desnuda e hinca sus colmillos en el hombre. Nadie habla, pero todos dicen algo, gimen o gritan. Y eso es lo que pasa cuando Rebeca pulsa el botón rojo.   

CM.


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