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Note

domingo, 15 de mayo de 2016

EN SUSPENSIÓN Y ANOTA

En memoria del abuelo de Ignacio, de Gerard, de Susana y mío. En memoria de todos los abuel@s.

El abuelo Juan ha muerto. Ya no dirá más verdades como puños. Luchó en la guerra civil, una mina le destrozó los riñones, lleva metralla en el tobillo derecho que recibió en la avanzadilla Robledo de Chavela en el 36, sufrió tuberculosis, etcétera. Anoche un catarro acabó con él.
Mi abuelo criaba cerdos cuando conoció a la hija de un rico latifundista malagueño. El abuelo Juan medía cerca de dos metros, de piel tostada y pelo rubio, con los ojos de un azul traicionero, eso dice mi abuela a modo cariñoso. Azul como el mar Alborán. Si esas viejas fotos en blanco y negro no engañan, mi abuelo ha sido el hombre más atractivo que he visto jamás. 
Pronto se casó con ella. A pesar de que Juan era analfabeto, mi abuela Amanda se derretía al imaginar sus retoños entre aquellas grandes manos. Siete hijos y diecisiete nietos. Yo soy el mayor de todos los nietos.

Ojalá no hubiera llegado a tiempo al hospital, porque cuando llegué agonizaba y miraba al techo con sus ojos azules inyectados en sangre, sin ver nada. Le hablé y agitó los ojos de derecha a izquierda, comenzaron a escurrirse lágrimas por ellos. Me había reconocido. Le di mi mano pero no consiguió apretarla contra la suya. No sé si esas lágrimas eran de despedida o pura desesperación y por eso digo, que ojalá no hubiera llegado a tiempo y ojalá aparezca aunque fuera su espectro y me dejara claro que significaba su adiós. Le administraron morfina y volví a casa junto a mi abuela. Dormí un rato, poco, pues mi padrino me despertó para darme la noticia.
Mi abuelo me idolatraba, soy su nieto preferido “es médico y juega en la selección española de Baloncesto”, así me presentaba en cualquier lugar. Si había un deportista, yo era mejor deportista y encima médico, y si había un médico, yo era mejor médico y además deportista de élite, cosa que el medicucho no era. En la cena de navidad o fin de año siempre me dedicaba un brindis delante de toda la familia, “por mi nieto, al que más quiero, que está aquí conmigo y ha venido a verme, no como otros”. ¡PAM! Golpeaba la mesa al terminar. Y todos tenían que brindar y beber.

Hace muchos años dábamos la impresión de ser una familia unida, parecía que nos queríamos pero poco a poco se fue rompiendo todo. La envidia destruye familias. Hoy los hermanos no se hablan y nosotros los primos estamos cada día más separados aunque todavía queda algo del calor de aquellos años buenos.

En el pueblo velamos al muerto durante dos días. De esa manera damos tiempo a que los familiares y amigos visiten el cuerpo, se despidan de él y muestren sus condolencias.
Mi abuela Amanda se había vestido de negro. Permanecía sentada al lado de su marido, rezando el rosario, pasando cuenta a cuenta una y otra vez junto a otras vecinas que hacían lo mismo.

Miré alrededor y percibí el decaimiento general como es lógico y después, la excepción; el tito Francisco. Estaba en la puerta recibiendo a la gente como si fuera el relaciones públicas de una discoteca, con su traje negro reluciente y corbata roja, atendiendo al teléfono que no cesa de sonar, con una sonrisa de oreja a oreja. Miré al féretro, no había visto el cuerpo todavía, vacilé en acercarme pero me desvié y fui a por mi tío.
-Escúchame. Dije agarrándole por la manga.
-Espera, espera. Me respondió mientras ojeaba el móvil.
-Subnormal. Dije claro y alto mientras buscaba en mis bolsillos, cigarro y lumbre.

Entonces apareció mi padrino y menos mal, porque el tito Francisco tiene malas pulgas y hubiera tenido que arrancarle gustosamente la cabeza para tranquilizarlo.
La salud del abuelo era frágil, había ingresado en el hospital en varias ocasiones, cada vez perdía más autonomía, pero su marcha no era ni mucho menos para mostrarse dichoso.

-Pedazo de cabrón. Dije en alto nuevamente y me dirigí hacia la cama donde se dispuso el féretro abierto. Un fino cristal aislaba al abuelo de todos nosotros. Estaba vestido con un traje gris claro y una camisa blanca. Su corbata era de un precioso color ocre acompañado de pequeñas hojitas de olivo. Vi algodones en su nariz y me toqué la mía, me pareció incómodo aquello ahí incrustado. La piel de su mejilla era ya una delgada cubierta de su osamenta. Sentí mucha pena. 

Me agarraron por detrás, era mi primo Samuel. Nos dimos un abrazo y disparé primero; ¿cómo estás? Me contestó; <<calla calla>> Supe que me iba a contar una historia porque así comienzan todas sus historias.
Trabajo vendiendo seguros de vida. Me  pateo toda Cartagena, trajeado, con mis zapatos impolutos e incólumes y mi maleta de cuero falso, es decir; niquelado.  Pa arriba y pa abajo sudando como un gorrino. Pero estoy agobiado porque no me pagan si no vendo un mínimo de seguros al mes. Total, que el otro día se me acabaron los barrios donde la vida no corre peligro y me adentré en los pisos rojos de las seiscientas y luego en Lo Campano. Acabé en chabolas de gitanos fumando y bebiendo lo que me servían. A los días siguientes volví y los gitanillos pequeños gritaban al avistarme desde cualquier promontorio: ¡¡El de los muertos está aquí otra vez, el de los muertos mama!! Y corrían a sus casas. A otros les parecía divertido lanzarme piedras.
-Que pase, que pase y se siente, dale algo pa la picota. Les soltaba la retahíla y ellos encantados. Yo creo que estaban aburridos. Salía por la puerta y el patriarca le gritaba a otro aconsejándome. –¡¡Chacho, que tiene la muerte mu barata premoh, ábrele la puerta!! Mira Samueh. Me susurró a la oreja como si fuera un secreto increíble. -Te va a í a la casa esa, son Los guazníos, son familia mía Samueh. Gritando esto último. ¡Aquí tos somos familia Samueeeh! Tú si quiere ya ereh de la familia, ¿comprende? ¿Quiere un poco de mandanga Samueh? Mira, he pensao que no vamo a senta ahora mihmo y no vamo a fumá un tronco que te va hja caer des-parda. No va a sé to trabaja, no. Le dije que estaba bueno pero para qué más, tuve que comprarle hierba. En fin, salí tieso del chamizo. Lo bueno es que el guaznío no me pudo sacar nada y fumé de balde, pero no veas la que me dio con los jilgueros de competición, primo.
En una semana he vendido más seguros que nadie así que no estoy mal, pero triste como tú por el fallecimiento del abuelo Juan, ¿verdad?
Dijo tranquilamente agarrándome por los hombros.
No paraba de entrar y salir gente. De repente dejaron paso a alguien que llevaba una figura a cuestas. Era mi madre que traía a la patrona del pueblo. Las amigas de mi abuela se levantaron y encendieron cirios a los pies de nuestra Señora de las Misericordias. Mi abuelo era ateo, mi madre era atea, pero se justificó rápida, “esto es lo que se hace aquí y ya está” Su aliento olía a vino.
-Hola muchacho. Me tocó la espalda alguien muy bajito.
-Hola qué tal. Ignacio, nieto de Juan. Nos dimos la mano.
-Eres la viva imagen de Juanico. Yo me llamo Roosevelt. Soy de Ecuador y llevo aquí 40 años por culpa de tu abuelo. Dijo sonriendo.
>>Salte fuera conmigo un segundo ¿quieres?

Conocí a tu abuelo en Ecuador hace unos 50 años. Fue allí acompañando al padre de Amanda por cuestiones de trabajo. Les serví de chófer entonces. Nos caímos en gracia y le insistí en que me acompañara a hacer una excursión a la laguna de Cube, un lugar maravilloso de la provincia Esmeralda. Cuando llegamos, tu abuelo quedó prendado; había monos, multitud de aves y árboles grandísimos... Era un lugar salvaje y apartado de la civilización. Anduvimos un buen rato y al punto le señalé; ¡Ahí vive mi padre! Se creía que le tomaba el pelo, pero mi padre se asomó y nos saludó como si nada. Cuatro patas de madera alzaban a una gran altura la casa de mi padre; unos 4 metros cuadrados por dos de alto, no más. Una choza en lo alto Ignacio, ¡sin suelo ni paredes! Era simplemente una estructura formada por cañas y  cuerdas y ahí vivía él, solo, los doce meses del año. Tenías que fijarte por dónde pisabas porque podías meter el pie en un hueco y hacerte mal. En una de las esquinas había un tablón de madera, su cama. El techo lo cubría un toldo blanco que por la noche se abría y cerraba la choza, protegiéndola de los mosquitos. El toldo estaba ennegrecido ya que el horno se situaba debajo de la choza. Tu abuelo se ofreció a limpiarlo en el río. Empezó a aporrear el toldo y debió molestar a una serpiente verde que se puso de pie delante de él. ¡Del susto soltó el toldo y la corriente se lo llevó río abajo! Corrió como una hora a la vereda hasta que el toldo quedó en una orilla. Le dije que bueno, que cómo era capaz un hombre de su talla asustarse así y se enojó tanto… Cuando volvimos a casa mi padre nos gritó ¡UN JAGUAR!
¡El jaguar estaba a varios metros subido a la rama de un árbol! Me cagué de miedo pero tu abuelo seguía enojado y sin pensarlo se acercó al árbol medio seco de al lado y jaló y jaló hasta derribarlo en la dirección del jaguar que se marchó asustado. Mi padre le llamó loco como unas veinte veces seguidas pero fue imposible borrarle la sonrisa de la cara, había vencido a un jaguar.

Era increíble que no supiera nada de esa historia.
Salieron por la puerta una marabunta de personas. Introdujeron a mi abuelo en un coche fúnebre. Era la hora de la misa.

Entramos en la ermita y me senté en primera fila junto a mi primo Samuel y mi hermana Cristina. El cura era muy joven y sombrío. De pelo negro y tez blanca, con unas ojeras que daban pánico. Se situó detrás del altar y puso una música extraña con la que entró en una especie de trance. A menudo hablaba en latín, miraba al infinito, parpadeaba con los ojos en blanco, se dirigía constantemente a la cruz de madera que estaba a su espalda y en un momento de la misa, de forma absolutamente inesperada, se echó al coleto como medio litro de vino. 

-Está colocado, ¿verdad? Me susurró Samuel.
-Yo que sé, a lo mejor está nervioso.
A mí también me lo parecía. Le imaginé saltando sobre el altar enseñando sus partes más débiles mientras vomitaba la sangre de cristo. Menudo espectáculo. Mientras mi abuela Amanda estuviera contenta nunca diría nada. La miré, todo parecía ir bien.

El cura se acercó al ataúd, lo cerró con un aspaviento de hombro y posteriormente salpicó agua bendita sobre él, mientras se decía algo en latín. Imaginé que el chaval con ojeras resucitaba a mi abuelo y tuve que salir fuera, porque a pesar del dolor, me golpeó un acceso de risa insoportable.
Fuera de la ermita ya no tenía ganas de reírme. No volví a entrar. Comenzó a chispear. Las nubes cubrieron el cielo.
Terminada la misa fuimos a enterrar al abuelo. No creía que nunca más fuese a verle, no podía creer que cada vez que volviese al pueblo, él no estuviera esperándome para darme un abrazo. Mi abuelo.

Comenzó a llover con más fuerza. Los pájaros se callaron y las moscas desaparecieron. Atravesamos el camposanto hasta llegar a la tumba donde yacería junto a su madre. La bisabuela Manuela. En cada racha de viento, las gotas azotaban nuestras manos y caras. La oscuridad se acostó en la cresta de la montaña, e hizo efectos sobre  palmitos y farigolas. El mar bravo y arrepentido hacía avanzar vibrante la montaña sobre nuestras cabezas.
        
El conductor fúnebre abrió el maletero y sacó el féretro. Apretó la lluvia. Lo abrió para que sus hijos se despidieran por última vez y depositaran objetos dentro. Apretó la lluvia. Mi madre, en gesto sorpresivo sacó del ataúd un papel y mi tía Elvira le gritó colérica, empujó y la tiró al suelo. Mi madre comenzó a llorar. Me acerqué rápidamente, la levanté y vi que se había destrozado la muñeca. En su mano había una foto. Siete niños junto a su padre. La cara de una de ellas tachada con permanente negro. La cara de mi madre. Rata, hija de puta. Me acerqué y avisé a mi tía Elvira que si no se apartaba inmediatamente cometería una locura. Mi padrino le ordenó retirarse. Ocupé el lugar de la zorra y de mi madre. Subimos con dificultad los escalones. Amarramos con la cuerda el ataúd. Mi madre se acercó al borde de la tumba y sollozando suplicó; “No te vayas papá, no te vayas papá... Por favor, no te vayas”. Sonó la melodía del Equipo A y el tito Francisco tuvo el reflejo de coger el móvil. Por su culpa se le escapó la cuerda al enterrador. El traqueteo hizo que se abriese la puerta del féretro quedando mi abuelo Juan con el ojo izquierdo abierto. Agarré la cuerda sin saber todavía cómo.
-¡PACO SUBNORMAL! Grité. Paquico se encogió de hombros.
Al inclinarme cayó del bolsillo de mi americana un tanga negro que voló hasta introducirse dentro con el abuelo. Lucía, la camarera cordobesa del BeCool. Recordé para mí.
–Canasta. Dijo mi padrino sonriéndome. Cerramos el ataúd y lo bajamos. El enterrador tapió con cemento la tumba y la terminó de cubrir con la placa de mármol.
Se hizo el silencio. La lluvia cesó por un instante y luego volvió a apretar.  

DEP-THA

1 comentario:

  1. Estimado David

    Soy Marco González de la ARMH (Asociación para la Recuperación de la MH). Recibimos tu carta pero necesito contactar contigo. Escríbenos a memoria36@hotmail.com o llamame a este tel 680 377 441. Un saludo Marco González

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